viernes, 29 de noviembre de 2013

"La edición como género literario" de Roberto Calasso

Colegas,

nos comparte Miguel Ángel Leal el siguiente artículo de Roberto Calasso, tomado de El Malpensante.com. Menciona Calasso a Aldo Manuzio, sobre quien la editorial Aldus (http://alduseditorial.tumblr.com/) sacó en 2000 el bellísmo librito Aldo Manuzio, episodios para una biografía, de Paul F. Grendler y Julia Cartwright, con prefacio y traducción de Gabriel Bernal Granados. Muy recomendable.

 

La edición como género literario

Resulta fácil saber en qué consiste una mala editorial. Las hay por decenas y todas se parecen mucho en la mezcla de mercantilismo y miopía. En cambio, no existe una fórmula cierta para hacer una buena. El autor de este ensayo, sin embargo, puede hablar del tema con conocimiento de causa, pues la suya ha sido durante años una de las mejores editoriales en lengua italiana. 
La edición como género literario
Traductor
Teresa Ramírez Vadillo
Edición N° 65

N° 65 Septiembre - Octubre de 2005[ ver índice ]


Quisiera hablarles de algo que generalmente se da por entendido, pero luego no se revela como obvio en absoluto: el arte de publicar libros. Y primero quisiera detenerme un instante en la noción de edición en sí, porque me parece que está envuelta en una notable cantidad de equívocos. Si se le pregunta a alguien: ¿qué es una editorial?, la respuesta habitual, y también la más razonable, es la siguiente: se trata de un ramo secundario de la industria, en el cual se trata de hacer dinero publicando libros. Y ¿qué debería ser una buena editorial? Una buena editorial sería —si se me concede la tautología— la que supuestamente publica, dentro de lo posible, sólo buenos libros. O sea, para usar una definición rápida, libros de los que el editor tienda a estar orgulloso, y no a avergonzarse de ellos. Desde este punto de vista, una editorial semejante difícilmente podría revelarse de particular interés en términos económicos. Publicar buenos libros nunca ha vuelto espantosamente rico a nadie. O, por lo menos, no en una medida comparable con lo que puede suceder abasteciendo al mercado de agua mineral o computadores o bolsas de plástico. Al parecer, una empresa editorial puede producir ganancias notables sólo a condición de que los buenos libros sean sumidos entre muchas otras cosas de calidad muy diferente. Y cuando están sumidos, se pueden anegar fácilmente —y así desaparecer por completo.
Luego, será bueno recordar que la edición en numerosas ocasiones ha demostrado ser una vía rápida y segura para derrochar y chuparse patrimonios sustanciosos. Se podría además agregar que, junto con roulette y cocottes, fundar una editorial siempre ha sido, para un joven de nobles orígenes, una de las maneras más eficaces de despilfarrar su fortuna. De ser así, la pregunta es cómo es que el papel del editor ha atraído a lo largo de los siglos a un número tan alto de personas —y continúe considerándose fascinante y, en cierto modo, misterioso también hoy—. Por ejemplo, no es difícil darse cuenta de que no hay título más codiciado por ciertos poderosos de la economía, quienes con frecuencia se lo conquistan literalmente a un precio de oro. Si esas personas pudiesen afirmar que publican verduras congeladas, en vez de producirlas, presumiblemente serían felices. Se puede entonces llegar a la conclusión de que, además de ser un ramo de los negocios, la edición siempre ha sido una cuestión de prestigio, no por nada sino porque se trata de un género de negocios que es a la vez un arte. Un arte en todos los sentidos, y seguramente un arte peligroso porque, para practicarlo, el dinero es un elemento esencial. Desde este punto de vista, bien se puede sostener que muy poco ha cambiado desde los tiempos de Gutenberg.
Y sin embargo, si pasamos la mirada por cinco siglos de edición tratando de pensar en la edición misma como un arte, en seguida vemos surgir paradojas de todo tipo. La primera podría ser ésta: ¿con base en qué criterios se puede juzgar la grandeza de un editor? Sobre esta cuestión, como solía decir un amigo mío español, “no hay bibliografía”. Se pueden leer estudios muy doctos y minuciosos sobre la actividad de ciertos editores, pero muy rara vez se encuentra un juicio sobre su grandeza, como en cambio sucede normalmente cuando se trata de escritores o pintores. ¿De qué estará hecha, entonces, la grandeza de un editor?
Trataré de responder a la pregunta con algunos ejemplos. El primero, y quizá el más elocuente, nos remite a los orígenes de la edición. Con la impresión ocurrió un fenómeno que se repetiría más tarde con el nacimiento de la fotografía. Al parecer hemos sido iniciados en estas invenciones por maestros que inmediatamente han alcanzado una excelencia inigualable. Si se quiere entender lo esencial de la fotografía, basta estudiar la obra de Nadar. Si se quiere entender qué puede ser una editorial, basta echar un vistazo a los libros impresos por Aldo Manuzio. Él fue el Nadar de la edición, el primero en imaginar una editorial en términos de forma. Y aquí la palabra “forma” se entiende de muchas y diferentes maneras. En primer lugar, la forma es decisiva en la elección y en la secuencia de los títulos a publicar. Pero la forma tiene que ver también con los textos que acompañan a los libros, además de la manera en que el libro se presenta como objeto. Por eso incluye la portada, el diseño, la compaginación, los caracteres, el papel. El propio Aldo solía escribir bajo la forma de cartas o epistulae aquellos breves textos introductorios que son los precursores no sólo de todas las introducciones, prefacios y epílogos modernos, sino también de todas las solapas de los forros, los textos de presentación a los libretos y la publicidad de hoy. Fue aquél el primer indicio del hecho de que todos los libros publicados por cierto editor podían ser vistos como eslabones de una misma cadena, o segmentos de una serpiente de libros, o fragmentos de un solo libro formado por todos los libros publicados por ese editor. Ésta, obviamente, es la meta más audaz y ambiciosa para un editor, y así ha persistido desde hace quinientos años. Y si les parece que se trata de una empresa impracticable, bastará recordar que también la literatura, si no oculta en su fondo lo imposible, pierde toda magia. Algo similar creo que se puede decir de la edición —o al menos de ese particular modo de ser editor, que ciertamente no ha sido practicado muy a menudo a lo largo de los siglos, pero a veces con resultados memorables—.

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