jueves, 17 de abril de 2014

Sobre la invisibilidad del traductor: reflexiones de Arturo Vázquez Barrón

Colegas: nos comparte Arturo Vázquez Barrón el siguiente ensayo que publicó en la revista
A L K M E N E Literatura y traducción (número 2, 7 de abril de 2014). 


LA LITERATURA TRADUCIDA:
REFLEXIONES EN TORNO A LA EXIGENCIA
DE INVISIBILIDAD

por Arturo Vázquez Barrón


HABLAR de la situación del traductor literario en América Latina, lo digo siempre, no es asunto sencillo. Sobre todo si se hace, como lo haré aquí, desde la entraña, desde el cómo me va en la feria. No hablaré por nadie que no sea yo (aunque puedo imaginar que estoy hablando por muchos más) y asumiré lo aquí escrito desde la primera persona porque en México nuestras militancias todavía no son gremiales, por más que las charlas de café y las tertulias que tanto nos gustan siempre le estén coqueteando a la organización. Apuesta que se afana desde hace muchos años pero no se formaliza. Tiene esto que ver, a lo mejor, con un destino manifiesto. ¿Mexicano? No lo sé. ¿Hispanoamericano? No lo creo. En todo caso, me apena escribirlo así, descreído como soy de cualquier fatalismo. La cosa es que, por angas o por mangas, lo del asociacionismo sigue sin dársenos mucho que digamos. Aclaro, además, que lo que diga aquí no tiene por fuerza que vivirse igual en otras partes. Sabemos, gracias a que estamos más y mejor comunicados ahora que hace algunos años, que compartimos con los demás colegas latinoamericanos muchas de las complicaciones y las dificultades propias del oficio. Pero en cada región se viven de distinta manera, mejor o peor, eso es seguro. Si bien tenemos aquí algunas ventajas respecto de algunos países del subcontinente donde la cultura de la traducción es apenas un esbozo, la verdad es que vamos atrasados respecto de otros, donde nuestros derechos se discuten y se ventilan ya en condiciones mucho más ventajosas. En todo caso, el panorama general no es halagüeño, aunque estén surgiendo modelos de colaboración regionales, y hasta continentales, lo que sin duda es una buena señal. Resulta alentador que el mundo se nos esté achicando también a nosotros, y que no estemos ya tan distanciados ni tan aislados. Por eso, la existencia de espacios editoriales como el que con generosidad me abre las puertas aquí es el mejor síntoma de que vamos caminando en la dirección correcta.

Soy un soñador. Lo asumo y lo reivindico. Por eso, uno de los aspectos de la traducción que más he amado siempre es su capacidad de hacerme soñar. En mi caso, esto lo expreso como el profesional que aspira a vivir de ella, no como diletante. Recupero la parte del editorial del primer número de Alkmene, que nos dice de dónde tomó su nombre la revista: “un cuento de Isak Dinesen en el que la realidad vence a una soñadora”. Guiño perfecto para quien ha dedicado muchos años de su vida a soñar la literatura y soñar la traducción. Soñar la mejor manera en que estas dos pasiones se hablan, se reconocen, se ayuntan, se completan. Todo un horizonte de vida. Pero luego se da uno cuenta de que la realidad vence a los sueños. Digo esto, claro, sin ánimo de arroparme en un lamento fútil o plañidero. Es simplemente que no podemos obviar que a pesar de los logros, la realidad sigue siendo más fuerte que los sueños. Es cruda nuestra realidad. Cruda porque se nos siguen escamoteando la mayor parte de nuestros derechos morales y patrimoniales. Derechos de autor no reconocidos, regalías inexistentes, tarifas extravagantes y siempre por debajo de lo mínimamente justo. Cruda realidad que nos hace trabajar casi siempre sin contratos, o cuando los hay, con contratos abusivos. Hasta ahora, estamos obligados a aceptar sin remilgos que nuestro nombre casi nunca aparezca en las portadas de nuestras traducciones. Desde la posición de fuerza de quien tiene el poder económico se nos lanza al ostracismo. Porque, como escribió en 2005 María Ángeles Cabré en su célebre carta abierta (carta que por cierto parafraseaba a Larra y en el título llevaba la penitencia, “Traducir en España es llorar”) a Carmen Calvo, a la sazón Ministra de Cultura de España, “el traductor es un trabajador que trata con alguien que se encuentra en una posición económica más fuerte que él y, de repente, lo quiera o no, se encuentra a su merced”. Hace años, tuve una plática con un (¿buen?) amigo, editor de una prestigiosa revista en el medio cultural mexicano. Me decía que estaba de acuerdo en colocar mi nombre al final de la traducción, pero que no veía razón para hacerlo aparecer justo debajo del nombre del “verdadero autor”, como se lo pedía yo. Le respondí que me daba muchas vueltas en la cabeza el adjetivo “verdadero”, y le pregunté si le parecía insensato considerarme como el “verdadero autor” de mi traducción. Me dijo que sí, con sequedad, pero zanjó toda posibilidad de arreglo diciendo que no había manera de comparar. En esta indefinición crepuscular nos movemos, sin saber bien a bien cómo nos consideran en realidad. Tal razonamiento es el que sigue operando en la cabeza de muchos editores y les impide concedernos lo justo, que sería algo muy sencillo: que en los libros que traducimos apareciera nuestro nombre en la portada.

¿Será acaso que el traductor ha estado rodeado de conspiradores? No lo creo, francamente. Algo tan reduccionista no da cuenta de un fenómeno bastante más complejo y que no puede explicarse así nada más. Es cierto que muchos, sin reconocerlo abiertamente, nos siguen considerando las cenicientas de la literatura. Es más, nosotros mismos solemos pensarlo, y por eso no alzamos la voz, seguimos permitiendo que se nos mantenga a raya, en un segundo plano, resignados a no ser más que “la sombra del gigante”, para retomar los términos de Tahar ben Jelloun. Esta falta de voz la llevan muchos traductores bien inoculada. Es lo que alimenta nuestra falta de identidad. No debemos olvidar que toda identidad es una construcción cultural que se basa en un discurso propio y en una visibilidad manifiesta. De ahí la importancia ética de tomar la palabra para elaborar un discurso en primera persona, desde la especificidad de nuestra labor y, no menos importante, desde nuestra vivencia como traductores.

Esto me lleva al siempre complejo y paradójico asunto de la “invisibilidad” del traductor. Paradoja mayor, sin duda, esta exigencia de volvernos inexistentes. Porque al mismo tiempo que se nos reconoce un papel fundamental en la conformación de nuevos acervos literarios –cosa que nadie se atreve a poner en duda–, muchos de los agentes que intervienen en la cadena que da sentido a la literatura traducida (editores, críticos, correctores y lectores) siguen pidiéndonos ser “invisibles”. Esta práctica perversa del aplauso y el abucheo simultáneos es moneda corriente en nuestros medios culturales y literarios.

Una de las formas más perniciosas de esta invisibilidad es la que nos exigen estos agentes, verdaderas instituciones rectoras del buen decir que se encargan de acreditar o desacreditar nuestra labor. Nada de regionalismos ni coloquialismos, por favor. Sin importar que el texto que estemos traduciendo los tenga en abundancia y en ellos encuentre su razón de ser. Nada de extrañezas léxicas ni sintácticas, tampoco. Que la traducción se lea como si fuera un texto escrito originalmente en español, ¡que fluya! Nada de atorones ni cosas raras. Naturalizar es traducir bien, insisten, sin ver la tragedia que es entender la literatura traducida como un mero trámite de redacción, una garantía de buenas costumbres o un decálogo en el que no cabe la conducta impropia. Siempre me ha causado asombro la incapacidad inexcusable del especialista en literatura para entender que una obra literaria no puede tener dos naturalezas diferentes, una agreste en el original y otra domesticada en la traducción, y que la audacia y la potencia creativa o subversiva de la primera tienen por fuerza que reaparecer en la segunda. Es contumaz el enorme aparato de control y sujeción formado por los grandes consorcios editoriales trasnacionales, y también por los críticos literarios, los correctores de estilo y hasta los lectores.

En México, además – y esto merecería un ensayo aparte –, en muchos casos al traductor se le impone el canon de una literatura que, como lo señala Philippe Ollé-Laprune en su ensayo  México: visitar el sueño, “está desprovista de furia, dominada por la gravedad y el sentido de la mesura”. Una literatura que, añade, ha renunciado a “los malditos y los furiosos que pueblan las letras de muchas culturas y de muchos países”. A lo mejor por eso muchas traducciones apenas si llegan a ser espejos opacos de las vigorosas propuestas que les dan vida. Es un fenómeno adormecedor que paraliza la creatividad y evita la audacia, un hambre de corrección que nunca está satisfecha y siempre quiere más.

Habría que sublevarse y no aceptar llevar puesta semejante camisa de fuerza, para que cada vez haya más traductores decididos a ejercer su derecho de no solo traducir desde su especificidad lingüística, sino también de navegar vigorosamente a contracorriente del corporativismo editorial que ha impuesto a la literatura traducida la tibieza de un “español neutro” –en caso de que algo así pudiera existir– como aspiración de rentabilidad, con la vista puesta sin tapujos en la obtención de ganancias jugosas y la gracia de un público lector mojigato y prepotente. Haría falta levantarse contra las falsas creencias que igualan calidad con aplanamiento y que confunden belleza literaria con falta de rabia y enjundia. El mercado editorial trasnacional, del que casi todos dependemos para medio vivir, ha venido apostando a las grandes ventas mediante la imposición de una lengua franca, una koiné passe-partout que abre todas las puertas y que, también, desde su innegable rentabilidad, adormece y aniquila al texto literario en lo que pueda tener de subversivo, rebelde y anómalo. Someter la audacia literaria en nuestras traducciones mediante la invisibilización sin objeciones es el triunfo del mercado sobre nuestra identidad. El desequilibrio de fuerzas es total: Penguin Random House acaba de anunciar la compra de Alfaguara, el gigante español, por la bicoca de 72 millones de euros. Con un catálogo cercano a los quince mil autores, este nuevo monstruo editorial tendrá alrededor de 250 sellos editoriales con presencia en España, Portugal, Hispanoamérica y Brasil, 22 países en total. Podemos imaginar que ya se están frotando alegremente las manos ante la enorme cantidad de libros que traducirán al menor costo posible. Gran negocio el de pagar, mal, una sola traducción que se venderá en todas partes. Inversión mínima y máxima ganancia.      

Nosotros, por nuestra parte, tenemos que apostarle exactamente a lo contrario: la literatura traducida, tanto como la no traducida, tiene derecho a ser específica y regional. La explicación es muy simple: la riqueza de un texto literario traducido se construye siempre desde la especificidad dialectal de un traductor determinado, que no solo cuenta con nombre y apellido, sino también y sobre todo con una parcela de lengua que le es propia y que, por más que se le pida, no puede ni debe ignorar. Cualquier traductor es producto de su entorno lingüístico y de su patrimonio cultural. Tenemos un horizonte particular y no somos, como tantos creen, entidades insustanciales. La impertinencia de la invisibilidad que suele exigírsenos en busca de calidad queda, así, claramente establecida. Añadiré, de paso, que esto vale para todas las variantes del español. Lo digo porque se ha venido desarrollando en nuestras latitudes un movimiento de reacción que milita de manera muy activa contra las traducciones peninsulares, porque, dicen, nos han avasallado durante mucho tiempo. Cierto, pero el mal no está en las traducciones mismas. No por ser peninsulares dejan de ser válidas o de tener calidad. El origen del problema está en otra parte. Y además, sería por completo contraproducente la estrategia del “ojo por ojo”. Los revanchismos siempre son malos consejeros. El derecho a la identidad traductora ha de serlo para todos, o no lo será para nadie. En todo caso, las ideas que siguen asociando “calidad” con “invisibilidad” están tan enraizadas que desbrozar el terreno no es asunto fácil. Siempre ha sido complicado no naufragar en las arenas movedizas del lugar común y los intereses económicos.  

La pregunta obligada: ¿con qué español debo, entonces, escribir mis textos? Esta pregunta, tan ociosa para cualquier escritor de textos “originales”, resulta un completo rompecabezas para casi cualquier traductor latinoamericano. En efecto, esto es por completo relevante para nosotros, pues son muchas y muy ricas las variantes del español que se hablan en el continente, que conviven y se enriquecen todo el tiempo, y que han establecido, precisamente desde el espacio privilegiado de lo literario, una relación de igualdad inobjetable con el español peninsular. Por más que el poder editorial le apueste a lo contrario, no hay manera de establecer cuál es el español que debe adoptarse como canon. Porque es evidente que nuestra modernidad ya no está marcada con el signo de la superioridad, sino con el de la diversidad. Si damos por buena la idea de que toda la literatura escrita en español no hace sino enriquecer nuestra lengua, ¿para qué seguir insistiendo en que es deseable imponer a la literatura traducida una lengua plana, desprovista de matices regionales, y que para colmo no existe realmente en ninguna parte? Rentable sí lo es, pero insisto, eso es harina de otro costal. La adopción de ese español “neutro” que nos “invisibiliza” no es sino una imposición editorial por completo ajena a nuestras preocupaciones. Sabemos de sobra que los editores trasnacionales están ávidos de rentabilidad. Buscan que sus libros traducidos se vendan en todas partes. Y harán cuanto esté a su alcance para que sus lectores se sientan lo menos incómodos posible con textos “ajenos” o “lejanos”.

Para terminar, acudiré a una precisión que me parece oportuna. Suelo decir que un traductor “escribe” sus traducciones. No soy el único que lo expresa así, por supuesto, ni el primero. Pero a fuerza de repetirse, esta idea podrá ir ganando terreno y terminará algún día, esperemos, por formar parte del imaginario colectivo. Cosa que hace falta y que alguna utilidad práctica habrá de tener en el futuro. Esto me ha llevado a decir, desde lo ético y no solo desde lo estrictamente pragmático, que deberíamos hablar de “literatura traducida” más que de “traducción literaria”. Al invertir el orden y transmutar las funciones, dando la prioridad al sustantivo literatura y dejando el adjetivo traducida en segundo término, logramos posicionar de mejor manera la idea de que estamos hablando de un género, con plenos derechos. Es una manera de decir a todos los involucrados en la cadena de producción y consumo del libro, que la literatura traducida es reconocible como tal, lo que permite ubicarnos en un plano de igualdad y transitar hacia el reconocimiento del acto de traducir como un elemento de igual valor al de todas las demás piezas del complejo rompecabezas literario. Sobre todo ahora, cuando se está hablando cada vez más de la supresión de los paradigmas de las literaturas nacionales y se empieza a considerar válida la existencia de un sistema internacional de traducciones.

Es urgente promover nuevas maneras de leer y considerar la literatura traducida. Qué provechoso sería que tanto editores como críticos y lectores entendieran que de una sola obra original pueden derivarse gran cantidad de buenas traducciones, marcadas todas y cada una con la impronta de sus traductores. Pienso en esa gran parábola que es El jardín de senderos que se bifurcan, el primer texto de Borges que se tradujo al inglés. Me atreveré a jugar con sus ideas, subrayando lo necesario que es adoptar, ya, ahora, una idea más cercana a las posibilidades reales de la literatura traducida. Hacerla que se expanda, se abra, se vuelva “una red creciente y vertiginosa” de traducciones “divergentes, convergentes y paralelas”. La riqueza y la variedad del español de nuestro continente nos ofrecen esa maravillosa oportunidad. Ya sé que por ahora no hay nada que esté más alejado de la realidad. Esa realidad que se empecina en acabar con nuestros sueños. Pero soñemos. Sí, tal vez ya haya llegado el momento de dejar de prenderles veladoras a las traducciones maquiladas, castradas, sin relieves, perfectamente vendibles. La literatura toda y nuestros lectores nos lo agradecerán.   

Artículo publicado originalmente en el número 2 de la revista Alkmene. Literatura y traducción, el 7 de abril de 2014:
http://www.revistalkmene.com/la%20literatura%20traducida.html


Arturo Vázquez Barrón
Traductor literario egresado del Programa para la Formación de Traductores (PFT) de El Colegio de México en 1988. Profesor de traducción literaria, dedicado a la formación de traductores literarios desde septiembre de 1982 en el Instituto Francés de América Latina (IFAL).  En 1994 fundó el Diplomado en Traducción Literaria y Humanística del CCC-IFAL, impartido desde 2010 conjuntamente con la Casa Refugio Citlaltépetl. Fundador en 1999 del Centro Profesional de Traducción e Interpretación (CPTI) del CCC-IFAL, en donde actualmente es Coordinador de Formación de Traductores. Coordinador académico del Seminario Internacional de Formación de Jóvenes Traductores, organizado desde 2005 por el CPTI/CCC. Como traductor literario independiente, forma parte del equipo de traductores del Fondo de Cultura Económica (FCE), y traduce para la revista Istor y para la revista Líneas de Fuga, editada por la Casa Refugio Citlaltépetl. Ha traducido y publicado, entre otros, a Roland Barthes, Tahar Bekri, Albert Camus, Renaud  Camus, Aimé Césaire, Jean Cocteau, Claude-Louis Combet, Jean Echenoz, Safaa Fathy, Jean Genet, Marcel Jouhandeau, Dominique Fernandez, Georges Hyvernaud, Koulsy Lamko, Pierre Michon, Yves Navarre, Marie Nimier, Patrick Raynal, Annie Saumont, Michel Tournier y Marguerite Yourcenar.

A quienes quieran conocer más sobre las ideas de Arturo Vázquez, los invitamos a que vean el video de la charla que ofreció el 1 de agosto de 2012: "¿Es viable apostarle a un español neutro en la traducción de literatura?".

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