lunes, 23 de junio de 2014

Mesa sobre traducción en Eterna Cadencia: conversan Nacho Damiano, Guillermo Piro, Omar Lobos y Alejandro González

Amigos:

Tal como lo hizo el Club de Traductores Literarios de Buenos Aires, reproduzco esta "desgrabación" (palabra que adopto a partir de ahora) de la plática que sostuvieron el pasado 29 de mayo Nacho Damiano, Guillermo Piro, Omar Lobos y Alejandro González en la librería-editorial Eterna Cadencia, en Buenos Aires. Es una joya de inicio a fin, disfrútenla.

Tomada de: http://blog.eternacadencia.com.ar/archives/2014/35831#more-35831



Como parte del ciclo Jueves de Eterna Cadencia, Guillermo Piro (traductor de italiano, escritor y periodista cultural), Omar Lobos (traductor de ruso, investigador académico y profesor universitario de literaturas eslavas) y Alejandro González, (traductor de ruso, sociólogo, profesor de español en Rusia y especialista en la obra de Dostoievski) visitaron la librería para debatir acerca de los diferentes paradigmas de la traducción como oficio. La mesa estuvo coordinada por Nacho Damiano, y aquí presentamos la desgrabación de ese encuentro.

Nacho Damiano: Quería arrancar la mesa con una idea que saqué de una entrevista que le hicieron a Omar. Una misma frase (escrita originalmente en ruso) fue traducida en distintas ediciones como: “Dejado que hubo Fiódor Pávlovich de su mano a Mitia, que tenía a la sazón cuatro años, diose mucha prisa a casarse en segundas nupcias”, o “Fiódor Pávlovich, al liberarse de Mitia con cuatro años, muy pronto después de aquello se había casado por segunda vez”, y una tercera posibilidad: “Fiódor Pávlovich se deshizo de Mitia y se casó de nuevo”. ¿Por qué traigo esto a la mesa? Para remarcar a importancia de la mano del traductor en un texto. Ustedes son personas muy distintas, Alejandro viene de la Sociología, Omar viene de las Letras, Guillermo también viene de las Letras y además es poeta y periodista cultural. ¿Cómo describirían en cada caso el oficio del traductor? ¿Cómo ingresaron en ese universo?

Omar Lobos: Yo estudié primero Letras, y después se sumó el ruso, y más adelante, a la fuerza, se sumó la traducción. Fue una exigencia, algo que yo no tenía como horizonte inmediato. El editor de Colihue me forzó –esa es la pura verdad– a traducir Crimen y castigo. Yo le había manifestado tímidamente: “Me gustaría traducir algún cuentito”, pero un día me llamó por teléfono y me dijo: “Tenés que traducir Crimen y castigo”. “Es una locura, no, no, no lo voy a hacer”, “Bueno, hablemos de nuevo en seis meses. Chau”. El ingreso fue así de fortuito y de compulsivo, cosa que le agradezco siempre, que haya apostado por mí  y que me haya empujado al abismo “y ahí arreglate”. Porque, la verdad, el camino fue muy interesante aunque muy tortuoso, no fue nada fácil. Traduje unos cuantos meses, (ocho, nueve), y cuando revisé el trabajo vi con horror que era un asco, un desastre.

ND: ¿Por qué? ¿Qué falencias veías?

OL: No había cuestiones de mala comprensión, no estaba allí el problema. Tampoco había dificultades sintácticas, más o menos redacto decentemente. El editor de Colihue me había dicho: “Sabés el idioma, sabés redactar. Listo, traducí”. Bueno, no es tan fácil. ¿Dónde estaba el problema?, ¿por qué esto está mal, feo? El problema era que la traducción no sonaba, lo que tuve que empezar a hacer es poner el oído a la música del original y tratar de reproducir algo de esa música en el castellano.

ND: ¿Alguien que no maneje el ruso se hubiera dado cuenta de este “no sonar” de la traducción o sólo vos podías verlo? Es decir, ¿se alejaba de la sonoridad propia del original o es un tema específico de la lengua castellana? 

OL: Y… estaba fea, torpe, sin música. Había que ver qué decía Dostoievski, y aplicar en castellano la fluidez necesaria para que se asemeje la musiquita. En eso estuve trabajando un año más, en la musicalización de lo que había traducido.

ND: En tu caso, Guillermo, te imagino más arriesgado. No sé por qué.

Guillermo Piro: En mi caso, yo quería ingresar en el mundo de la traducción y, como suele ocurrir, no sabía que sabía italiano. Cuando me fui a vivir a Italia me di cuenta de que sabía más de lo que creía. Me parece que siempre, por cada uno que quiere entrar en el mundo de la traducción, hay alguien que quiere salir, siempre hay como cierta necesidad de reemplazo. Yo creo que casi siempre en las primeras traducciones, y lo compruebo con lo que está contando Omar, está la mano de un benefactor, de alguien que sabe con certeza que no vas a hacer bien el trabajo, pero te exige que lo intentes igual.

ND: ¿Lo ves como condición necesaria, primero hacerlo mal para aprender a hacerlo bien?  

GP: Si vos querés ingresar a este mundo, el editor es la puerta, entonces te exige que lo hagas de todos modos, aunque después haya que hacer revisiones y demás.

ND: ¿Qué fue lo primero que tradujiste?

GP: Me habían pedido que tradujera algo de Losada que no quise traducir, que eran los cantos de Leopardi. No, no se pueden traducir; sigo creyendo que es algo intraducible. Como traducir la Divina comedia, no se puede. No me importa quién la haga, tiene que estar necesariamente mal hecha. A menos que la hagas en prosa, no sé, pero de otro modo no se puede traducir…

E: Si querés podemos discutirlo, pero me parece que en prosa, estaría aún peor traducida.

GP: Borges podría traducir a Leopardi, Octavio Paz quizás también podría, pero no creo que mucha gente más. Leopardi podría traducir a Leopardi, y Dante podría traducir a Dante. Pero otra gente o sé, hay cosas que son demasiado grandes. Me negué a hacerlo, porque me parecía que iba a hacer una porquería. Estoy convencido de que en el mundo de la traducción nadie olvida: metés la pata una vez y perdiste. Después, Alberto Díaz (quien me había ofrecido muy gentilmente esa traducción) se fue de Losada y vino Jorge Lafforgue. Él quería traducir El gatopardo, porque había traducciones pero eran todas españolas. De hecho, había una traducción que sigue siendo la mejor, mucho mejor que la mía, que es una de un argentino, Ricardo Pochtar, cuya versión es irremplazable, es genial. Es el que tradujo El nombre de la rosa al español, indirectamente todos lo conocen, lo han leído. Es perfecto, es un traductor excelso. Mi traducción, obviamente, es muy mala. Al punto que yo le había pedido al editor de Losada que, si en algún momento iban a reeditarla, yo la arreglaba, gratis. Pero bueno, no lean esa traducción, siempre en la primera traducción uno comete todos los errores posibles, para eso están las primeras traducciones. Me enteré de que la primera traducción que hizo Gandolfo para Minotauro, Paco Porrúa se la pagó y no la editó: lo hizo traducir otra vez, de tan mala que era. Increíble. Pero no me sorprende, porque es así.

ND: Bueno, un poco es lo que dijo Omar, de hecho, él ni siquiera quiso presentar la primera versión.

GP: Sí, pero yo la presenté igual. Y hoy la miro y digo: “Ay, Dios”. Cometí todos los errores posibles. El problema que tiene el italiano, que no tienen las lenguas que no son latinas, es que es tan similar que te engaña. En ruso, en alemán, estás obligado a reconstruirlo todo, no hay modo de que te equivoques. En italiano a veces decís: “Esto es español”, pero alguien lo lee y dice: “¿Qué es esto?”. Por mucho tiempo tuve la fijación con una palabra muy habitual –lo cuento como ejemplo–,  que es el adjetivo “empeñativo”, algo que requiere empeño. A mí me suena español, pero es mentira, no existe. Pero bueno, lo que ocurre en la traducción, como lo que ocurre en el ajedrez, es que lo errores los cometés una sola vez. Es muy difícil reincidir en un error grave, porque si lo descubrís, si alguien te lo hace notar o si lo recordás, no volvés a caer.

ND: ¿Y vos Alejandro? ¿Cómo ingresaste a este mundo?

Alejandro González: De manera muy fortuita también. Estudié ruso porque sí,
podría haber sido coreano tranquilamente.

ND: ¿Pero estudiaste porque querías traducir o por interés personal?

AG: No, para nada, yo sólo quería leer a los rusos en el idioma original, pero con el correr del tiempo ni siquiera ese fue el objetivo, me calentó el propio idioma. Uno no sabe por qué hace las cosas, uno las hace. Vamos todos vendados por la vida. En un momento empecé a estudiar francés y me di cuenta de que tenía facilidad para los idiomas, como como en ese momento estaba muy metido con los rusos dije: “¿Por qué no ruso?”. La lengua sí me gustó, porque hay algo específico del idioma ruso… No sé los que vienen de Letras, que quizá ya chocaron con eso antes en latín, en griego, en estructuras de lenguas antiguas, pero para mí era la primera vez. Y me sedujo mucho el tema de la declinación, la complejidad del idioma, todo lo que hay que pensar para armar la frase: “Voy a la esquina a comprarme una aspirina y vuelvo”, todo lo que hay que poner en juego para poder decir eso en ruso: acusativo, futuro, inflexión, verbos de movimiento. El ruso viene de las lenguas eslavas, del gran tronco indoeuropeo, pero propiamente no tiene un antecedente. Se maneja con caso, declinación compleja: los sustantivos, los adjetivos, cada uno declina según su lógica, tiene tres géneros: masculino, femenino y neutro. A mí esa complejidad me sedujo, la mayoría de la gente la rechaza. Cuando empecé a estudiar éramos veinte, y el primer nivel lo terminamos nada más que cinco. Mucha gente se acerca al ruso por curiosidad, pero cuando se dan cuenta de lo que hay que remar…

ND: La curiosidad no alcanza.

AG: Francés, italiano, inglés, yendo dos veces por semana a un curso, y más o menos haciendo la tarea, aprendés. Con ese método, ruso no aprendés, es como el árabe. Si no la remás mucho, si no te metés en tu casa un sábado a la noche, no salís a ningún lado y te quedás estudiando gramática rusa, no camina. Si no te agarra un poco de obsesión, no llegás nunca. Podrá leer un diario, decir algunas cosas, hablar sin declinar, pero no mucho más. Es como hablar con infinitivos en español, se puede, pero bueno, no es lo mismo. Bueno, yo venía por ese lado, paralelo a la carrera de Sociología y trabajaba en Avellaneda, en la Municipalidad. En el 2003 cambia el gobierno, yo ya sabía que me iba a quedar sin trabajo. Y también me convocaron de la editorial Colihue, que es la que nos bendijo, nos bautizó. En mi caso, no me pidieron que traduzca literatura, como yo venía por el lado de la Sociología, les interesaba un texto de Psicología, Teoría social, esas cosas. Y se dio la misma situación que mencionaba Omar, me dijeron: “¿Querés traducir esto?”. Yo tuve cierta duda, pero dije que sí porque necesitaba el trabajo. Y así empecé. No tuve los problemas que tuvieron ellos, porque mi primera traducción no fue literaria.

OL: Pero vos tuviste que reconstruir el original, un problema que nosotros no tuvimos. Eso implica todo un trabajo de lo que sería crítica textual, para reponer lo que falta. Primero, el trabajo de armar un original fidedigno a partir del cual recién la traducción propiamente dicha. ¿Cuánto tiempo estuviste chequeando con él o con Trotski, o con Vigotsky, cuánto tiempo te llevó recomponer, decir: “Bueno, está bien, esto es Pensamiento y habla, esto es Literatura y revolución, ahora me pongo a traducir”?

AG: Claro, la traducción literaria y la traducción científica son como diferentes campos dentro de la traducción. Vos no estás generando un texto estético, ahí la cuestión es la coherencia conceptual, ver cómo vas a definir cada concepto, eso es lo más difícil, tomar ese tipo de decisiones. Son las primeras cuarenta páginas, después ya el resto va, porque no te presenta problemas de lengua.

OL: Tenés otros problemas porque, en el caso de Vigotsky por ejemplo, tenías la historia de determinado concepto, arrancando del título mismo, que aparece controvertido en la traducción de él. Me parece que ya no es la cuestión estética, pero sí por la historia que ese texto tiene en la ciencia occidental.

ND: Claro, recuerdo una entrevista que le hicieron al traductor de Heidegger al español en la que decía que saber alemán casi es lo de menos, lo que tiene que saber el traductor es la filosofía de Heidegger.

AG: Tiene que ser filósofo. En mi caso yo dije que sí, porque este texto lo conocía bien, lo había leído. Y así me acerqué. Después, a pedido mío, traduje a Dostoievski, y se fue dando poco a poco. Otras editoriales se interesan, buscan traductores de ruso, somos muy poquitos. Le fui encontrando la veta.

ND: Me quedé con algo que dijo Guillermo con respecto al traductor de El nombre de la rosa: que quizás no se dieron cuenta pero ya lo conocen, lo leyeron. Pensaba en ese rol medio fantasmagórico que tiene el traductor, y en el hecho de que uno como lector no tiene más alternativa que someterse a la traducción. Si no manejamos la lengua original, no nos queda otra que “creerle” al traductor. ¿Se podría hablar de coautoría, de que el escritor original escribió un texto y el traductor basándose en ese escribió uno distinto, autónomo? ¿A la larga estamos leyendo a los traductores, las obras que nos encantan son textos del traductor?

AG: Yo comparo la traducción con la música, es como escuchar tres versiones de la misma obra de Mozart. Cada director le va a dar tonos diferentes, matices diferentes, y las tres son válidas. Digamos que ontológicamente ninguna es superior a la otra, ni siquiera la original. El problema que suele rondar en el tema de la traducción es la relación entre original y copia, es un fantasma que siempre está. Si uno logra vencerlo, para mí es como si me dan una partitura de Bach y yo hago mi versión como director de orquesta. Y al que le gusta le gusta; y al que no, no. Hay gente que la valorará: “Ah, acá hay un recurso técnico interesante”, “pusiste de relieve a algo que en la partitura es más secundario, y eso da una lectura un poquito distinta”. Pero es todo siempre dentro de una misma cosa. 

ND: Pero eso sólo lo podés detectar si tenés el conocimiento de las dos lenguas, o si leíste varias traducciones de un mismo texto. Cuando yo leo un texto traducido quizás no me doy cuenta de la capacidad técnica del traductor, justamente porque para mí ese es “el texto”. Con respecto a lo que decías vos, yo no lo llamaría copia, me parece que son versiones…

AG: Sí. O interpretaciones.

GP: Perversiones. Son perversiones.

AG: No estoy de acuerdo.

GP: Yo sueño con que en alguna traducción mía pongan “perversión de Guillermo  Piro”.

AG: Existe la idea de que la traducción nace con el signo menos. Y no estoy de acuerdo, es un texto original. Claro que es una coautoría, ¿por qué no? Soy coautor. Algún lector puede elegir una traducción por sobre otra, eso te demuestra la coautoría. Es simplemente una cuestión de sintonía fina con el traductor, las dos valen. Ahora, en cuanto a la conciencia del lector de que está leyendo traductores, ese no es mi problema. Y hasta qué punto el lector problematiza esa cuestión de que está leyendo una traducción, bueno, la gente en general no lo problematiza, dice: “yo estoy leyendo a Flaubert”. Y, no, nunca leyó a Flaubert si no lo leyó en francés. Pero sí está leyendo a Flaubert de alguna manera, porque está participando de esa obra. Incluso, en las críticas literarias que aparecen en los diarios, muchas veces no se menciona al traductor.

GP: “La maravillosa prosa de Thomas Bernhard”.

AG: Claro, ¿de qué prosa me hablás si lo estás leyendo en español?

GP: Los los libros de Bernhard están casi todos traducidos por Miguel Sáenz, y ahí se nota esto que estamos hablando. Todos tienen una especie de pauta lexical, incluso sonora, que es única. Salvo una que no está traducida por Miguel Sáenz, que editó Cátedra, que se llama Los comebarato. Y si vos la lees, no parece una novela de Bernhard.

ND: Porque te acostumbraste a Sáenz. En España, la mayoría de las películas no se subtitulan, sino que se doblan. Y el que hace la voz de Bruce Willis hace siempre la voz de Bruce Willis, lo que genera el extrañísimo fenómeno de que los españoles le atribuyen a Bruce Willis la voz del doblador: “Bruce Willis suena así”.

GP: En ese sentido, a veces pasan cosas muy particulares. Por ejemplo, ¿vieron la película Megamente? Doblada es mejor, mucho mejor. Tiene más brillo, tiene más énfasis, más simpatía, más comicidad. Es mucho mejor la voz del portorriqueño, que no sé quién es, que hace la voz, no solo del principal sino de todos los personajes. Yo la había visto muchas veces con mi hija y probé, porque me encanta esa película, verla en lengua original y duré diez minutos. Y me pasa, trasladándolo al ámbito que nos incumbe, que yo llego al extremo en que hay ciertas lenguas que solo las puedo leer traducidas, aun cuando puedo leerlas en original. Porque, por ejemplo, el portugués para mí tiene un efecto de comicidad que me aleja del texto. Entonces yo no puedo leer a Pessoa en lengua original, porque me parece que está hablando Carlitos Balá. En cambio, cuando lo leo en español, encuentro gravedad, encuentro seriedad, encuentro sustancia. En portugués, me diluyo y me voy. La comicidad tiene algo inexplicable, a todos no nos causa gracia lo mismo. Incluso desde chico me resultaba insólito que hubiera gente a la que le gustara Pepe Biondi, que a mí siempre me dejó estupefacto. Pero es algo que no tiene explicación. A mí el portugués me resulta cómico, entonces solo lo puedo leer traducido. Y estamos hablando del más grande poeta del siglo veinte. Es muy raro.

OL: Respecto del tema de la coautoría, sí, a mí me parece que el rol del traductor es un rol fantasmagórico. En el sentido de que, como dicen mis compañeros acá, no se lo percibe, salvo alguien que lo esté estudiando. Pero en general el público lector está leyendo a Dostoievski o está leyendo a Flaubert o a quien sea. A mí me parece que eso está bien. Y de hecho nosotros hemos leído a los clásicos en traducciones que hoy nos parecen malísimas, y sin embargo nosotros nos enamoramos de esa obra en esa malísima traducción. La literatura es el “cómo”, estamos de acuerdo, pero hay “qués” muy potentes en la literatura. Crimen y castigo va a resistir la peor de las traducciones, el “qué” de Crimen y castigo es muy poderoso, la va a resistir. De todas maneras, la cuestión de figurar o no, los traductores no estamos para figurar en la tapa disputándole ningún lugar al autor. Lo que tiene uno que hacer bien es hacerle la mayor justicia posible, más allá de que el público lo note o no lo note. Y nuestro espectro creativo, no es creativo a partir de la voluntad creadora, es una creación ceñida, trabajosa. Es como el escultor que para dejar la figura va sacando las esquirlas del mármol para tratar de llegar a la forma que ya está en algún lugar de su cabeza. Nosotros tenemos que, de ese bloque que es el original, ir dejándole la forma más justa, la forma que debe ser. Lo más probable es que solamente nosotros percibamos todo ese trabajo. Y la satisfacción (o la disconformidad) es nuestra. Y a lo mejor el otro, el público no lo nota, no dice: “Uy, qué mala que es esta…”. La lee y listo. Nosotros somos los que decimos: “No, esto está mal, esto no es así”, porque conocemos el original y sabemos que no le hace justicia. Creo que hay verdadera creación, pero en ese sentido. 

ND: Un poco lo que decía Alejandro, es más una cuestión de interpretación, el traductor crea pero basándose en la partitura que ya está escrita.

OL: Los creadores, los grandes directores… Podés decir: “como hizo Ormandy el último movimiento de la Patética de Tchaikovski no lo va a hacer nadie”. Y ¿cómo, si la partitura es la misma? Estoy diciendo una arbitrariedad a medias, bueno, pero Ormandy, como él ejecuta, interpreta, recrea, o lo que sea, el último movimiento de la Patética nadie va a llegar hasta ahí. Y bueno, claro que Ormandy es un creador, no hay dudas de eso. Iba a contar una anécdota que ya he contado en otras oportunidades: en un curso, no me acuerdo si era en las clases de español o en un taller que estaba dando a mis alumnos en la Universidad de Lanús, comparé tres ediciones de Crimen y castigo, tres fragmentitos, para que simplemente vieran las diferencias y opinaran a ver qué les parecía. Todos votaron, y les parecía mejor la que para mí era la peor versión. Esto es, la más arreglada, la más edulcorada, la más traidora si se quiere, de todas las versiones, porque era como la más prolijita. Y la peor, la más desmañada, la más torpe, la menos trabajada era la mía. Yo no les dije quiénes eran los traductores ni nada, simplemente comparábamos prosas. Y yo que creía que le estaba rindiendo más justicia a Dostoievski, porque digo: “Acá está jadeando, Raskolnikov acaba de cometer el crimen”, entonces la prosa original es muy entrecortada, jadeante, se levanta, se para, vuelve; las frases están interrumpidas por comas, circunstanciales de modo, vacilaciones. La otra traducción, mostraba a un Raskolnikov paseando muy tranquilo por la habitación. Ellos más bien eligieron esa, porque les sonaba más linda, los tranquilizaba. Y ahí queda bien claro que no hay nadie atrás del lector para explicarle: “No, acá tiene que estar entrecortado, porque en la versión rusa…”. Así y todo, no me desmoralizo. 

ND: Eso me lleva al próximo tema, ¿qué es lo que ustedes consideran lo más importante a la hora de traducir? ¿Recrear cierto clima, ser fiel a la semántica, mantener un estilo, una musicalidad, todo a la vez?

GP: Todo a la vez. Y te obsesionás puntualmente con cosas específicas, yo hace años que quiero traducir un poema de Gadda que en un momento dice: “Sul tavolo di formica”, en la mesa de fórmica, “una formica”, una hormiga. Si lo traducís como: “en la mesa de fórmica, una hormiga”, es una estupidez galopante. Lo otro no deja de ser una estupidez, pero por lo menos es una estupidez de Gadda. Entonces, ¿qué hacer? Yo no me suelo obsesionar de un modo flaubertiano con las palabras, por eso odio traducir poesía, porque te obliga a esta especie de ejercicio. “En la mesa de hormigón, un hormigón” es una posibilidad, pero no me convence del todo. No me gusta mucho cambiar “una mesa de fórmica” por “una mesa de hormigón”.

ND: Además, no es lo mismo.

GP: Pero el tema es justamente ese: no importa. A esta altura no me importa de qué material es la mesa.

ND: Si tuvieras que traducirlo, ¿qué harías?

GP: Lo que hago es no hacerlo, porque me cuesta tomar una decisión. Si hoy tuviera que hacerlo, elijo cambiar “la mesa de fórmica” por “la mesa de hormigón”.

E: O sea, menos fidelidad a la semántica para respetar el juego de palabras.

GP: Nunca tengo demasiada fidelidad por la semántica en poesía. Es diferente cuando traducís ensayos o incluso cuando traducís novelas. A menos que estés traduciendo a Gadda, que es como el Joyce italiano, o lo que sería como traducir a Cabrera Infante a otro idioma, que es como nuestro Joyce, o a Arno Schmidt, que es el Joyce alemán. Toda lengua tiene su chistoso continuo, que está continuamente haciendo juegos de palabras.

ND: Claro, como traducir Adán Buenosayres al alemán.

GP: Claro. A mí, particularmente, la traducción de obras grandes, Ermanno Cavazzoni, Wilcock, me parece un arte frustrante, todo el tiempo.

ND: Porque sentís que siempre estás debiendo algo.

GP: Siempre me quedo atrás. A veces digo: “sí, pude”. ¿Se acuerdan de una novela muy linda de Stephen King, que creo que se llama Misery? Donde el narrador cuenta que cuando eran chicos jugaban un juego que se llamaba “el tú puedes”. Era sentarse alrededor de una fogata con los amigos y contar una historia y los demás dictaminaban si el personaje había conseguido captar la atención de todos o no. Y el narrador dice: “Yo siempre podía”. Bueno, yo traduciendo siento que no puedo nunca, que siempre falta algo, que siempre hubiera sido mejor otra opción.

ND: ¿Incluso en prosa?

GP: Sí. Traduciendo a tipos muy grandes siento eso. Ermanno Cavazzoni hace algo en italiano que me resulta hasta difícil de explicar: utiliza una lengua oral que no existe, no es una lengua oral “real”, la inventó él. Pero uno la lee y piensa que es una lengua oral escrita. Pero no, no habla nadie así. Es muy muy gracioso, es simpático, pero terriblemente difícil de conservar en una traducción. Lo mismo me pasa con Wilcock… Lo que hacía Wilcock, dado que era argentino, ganaba elegancia escribiendo en italiano, trasladando al italiano expresiones absolutamente naturales porteñas, rioplatenses, que en italiano suenan, lo comprobé, muy elegantes: “Fuimos a su casa, hasta comimos y todo”. En español, yo lo traducía literal. En cambio, en italiano suena como una cosa muy excéntrica, porque la expresión “Abbiamo mangiato e tutto” no existe, es una rareza, casi un juego de palabras.

ND: Eso genera esa sensación de pérdida que mencionabas antes.

GP: Yo la tengo siempre. Muy de vez en cuando siento una especie de victoria incondicional cuando me doy cuenta de que pude, de que efectivamente lo conseguí. Pero no puedo casi nunca. Incluso traduciendo un largo poema de Wilcock, que se llama La parola morte, hay un momento donde él hace un acróstico. El acróstico saben lo que es, ¿no? La inicial de cada verso hace una palabra. Pero la palabra “morte”, a diferencia de la palabra “muerte”, tiene cinco letras. Entonces tuve que inventar un verso, le agregué un verso. No me acuerdo bien qué decía, era una enumeración.

ND: Bueno, la cuestión de la coautoría está absolutamente respondida en este caso.

GP: En este caso, este poema traducido terminó en una cátedra en Pisa como el ejemplo máximo del traductor que necesita ya no solo traducir, sino intervenir absolutamente el texto. Igual, el verso pasaba desapercibido, era una simple enumeración, lo único que necesitaba era que empiece con una letra en particular. Pero me sentí muy orgulloso, porque funcionaba perfectamente. Es muy probable que quien lea ese poema traducido ni se dé cuenta de lo que pasó.

ND: ¿Y en el caso de ustedes? El ruso es una lengua que desconozco absolutamente, por lo tanto es una pregunta completamente sincera. Pienso en especial en las novelas del siglo diecinueve, ¿qué buscan recrear, ¿el clima, el ritmo, la semántica? ¿Cómo traducís una novela rusa del siglo diecinueve?

AG: Es todo a la vez, como decía Guillermo. Pero, a ver, dos cosas. Cuando trabajo con literatura, para mí, el objetivo es traducir emociones, el lenguaje está en función de lograr esa emoción. Quizás porque el ruso no es tan parecido e imagino que es más difícil si uno traduce del italiano, porque te induce la lengua, la forma. En realidad, si vos pensás la traducción como un proceso en el que primero tenés que desverbalizar lo que está ahí para luego volver a verbalizarlo en otra lengua, te ayuda más traducir de lenguas alejadas, que de lenguas en las que la forma te empuja. Porque en francés, en italiano, en portugués, “hay cuatro personas sentadas alrededor de una mesa” se dice más o menos igual, pero andá a decirlo en árabe. Vos captás el mensaje y después decís “esto en español se dice así”, pero te influye mucho menos.

ND: La semántica sería un poco la que está dominando todo.

AG: Me suena muy intelectual lo de “semántica”, yo pienso en emociones. Por ejemplo, lo que decía Guillermo: ¿en función de qué está eso de “una mesa de fórmica, una hormiga”? ¿Cuál es el efecto que quiere generar en ese momento? Me parece que esa es la pregunta que uno tiene que hacerse como traductor, y en función de eso, elegir cómo lo recreo en mi lengua. Yo no tengo problema en cambiar referentes, a no ser que en esa obra en particular la hormiga sea decisiva. Si es la hormiga atómica, el héroe, bueno, ahí tenés un problema. Pero si es un mero juego, un guiño del autor, yo ahí puedo poner no “la mesa”, sino “la escalera”. En español pongo lo que a mí me da este juego, busco una palabra, un animal, un insecto; puedo ir de lo más próximo e ir alejándome. Quizás ahí no importa que sea una mesa, ni que sea de fórmica, ni que sea una hormiga. Lo importante es qué quiere hacer el autor: ¿es un  guiño, es una broma? Lo que intento es detectar qué está haciendo el autor en su lengua y yo trato de hacerlo en la mía, me valgo de lo que el idioma me ofrece. Yo traduzco más que nada imágenes, pienso en imágenes y emoción todo el tiempo: ¿acá qué hay? ¿Ironía, sarcasmo? ¿Es agresividad? Mi mujer es rusa, lo que para mí es una ayuda, sobre todo cuando traduzco teatro. Ahora justamente estoy traduciendo teatro, encima siglo diecinueve, la mayoría de las expresiones coloquiales han cambiado. A veces uno no entiende tres palabras, una expresión, una réplica. Pero ¿acá qué está diciendo? ¿Te está mandando al demonio? ¿O es una ironía, un comentario? Bueno, eso es lo que a mí me importa. Una vez que yo tengo clara la intención comunicativa, ahí yo busco cómo resolverlo en español. En cuanto a la pérdida, tengo resuelto este problema. Sé que como traductor yo llego hasta un punto, quien quiera más que estudie ruso. Yo no voy a echar sobre mí la culpa del lector que me diga: “no, pero en realidad ahí hay un juego de palabras”. Bueno, léelo en ruso, viejo, ¿qué querés que te diga? Estudiá ruso, si sos un lector de esa naturaleza, vos tenés que estudiar ruso.

ND: Si estás discutiendo con el traductor, traducilo vos.

AG: Claro, eso lo decía Ortega y Gasset: “La mejor crítica de traducción es otra traducción”. A mí por eso no me gusta mucho leer crítica de traducciones porque es fácil. Voy a contar una anécdota. No somos muchos los traductores que hacemos crítica de traducción. En un congreso de traductores, cerca de Moscú, intervino un muchacho que no era traductor. Y él tomó una palabra de Tolstoi –que es cierto, lo demostró–, que es una palabra que adquiere una densidad semántica específica en Tolstoi, propia del lenguaje de él. Y ponía un montón de ejemplos de cómo a lo largo de la obra de Tolstoi esa palabra iba adquiriendo diferentes matices. Todo un  trabajo filológico muy puntilloso. La conclusión a la que había llegado él es que un traductor… escuchá la estupidez que dijo: un traductor, antes de traducir una obra, tiene que leer toda la obra completa de ese autor para no cometer errores, para saber que esa palabra en Tolstoi tiene un significado específico.

ND: Tardás quince años por traducción.

AG: Vos imaginate que Eterna Cadencia me diga que quieren traducir Chéjov. “No, esperá, dame cuatro años que leo todo Chéjov, hago una especie de glosario y recién ahí empiezo”. Es un absurdo. Se tarda menos en aprender ruso que hacer algo así. A la traducción hay que pedirle hasta un punto, el lector que le exija más es un lector que ya tiene la competencia para estudiar el idioma. Si sos ultra consciente de lo que sucede a la hora de traducir, bueno, ¿qué mejor consejo? No lo digo como algo negativo, sino todo lo contrario: estudiá ruso, porque sos un tipo que va a apreciar eso, y te vas a dar cuenta de que yo llegué hasta donde pude, humildemente. Después está el lector común, el que se compra un libro para leer en Villa Gesell en enero, y seguramente a ese lector mi trabajo le sirva, porque no está pensando si ahí está el verbo correcto, está leyendo una obra. La culpa no la pongo en mí. Honestamente, hay que hacer lo que uno puede de la mejor manera. Y ya digo, el que quiera más… es problema de él, no mío.

ND: ¿Y en tu caso, Omar?

OL: Lo que sucede, sobre todo traduciendo prosa, es la tentación de lo puramente semántico. Decir: “Bueno, a ver, ¿qué está diciendo aquí?”. Para mí, como decía Alejandro, lo semántico en el sentido de qué es lo que cada palabra significa es absolutamente lateral. Digamos, hay traductores que no traducen el término cariñoso “palomito”, un término cariñoso de trato muy habitual en ruso. Ponen “querido”. “No, porque ‘palomito’ en castellano no significa nada, y para los rusos es un término cariñoso”, entonces ponen “querido”. A mí me parece que ahí estamos despreciando la letra, cualquier lector va a comprender en qué contexto se lo dice. Al contrario, estamos dando marcas culturales, identitarias, formas de trato, que son pura riqueza. La empobrecemos poniéndole “querido”, le estamos quitando un elemento que es de la superficie del texto, privilegiando algo que va por debajo. Yo defiendo que la prosa de una traducción, por lo menos las mías, queden tirantes, que no sean formas cómodas, que –sin transformarse en un cascote torpe– tengan tironeos internos. Un ejemplo, en Crimen y castigo: “La mañana que siguió a la fatal para Piotr Petrovich conversación con Dúñechka y Puljeria Alexándrovna trajo su efecto despabilador también para Piotr Petrovich”. Entonces, traducido al castellano: “la mañana siguiente –coma– después de la conversación con Dúñechka y Puljeria Alexándrovna  –coma–  Piotr Petrovich también se despabiló”. Tengo un amigo colega que decía: “No, pero en lugar de decir ‘la mañana que siguió a la fatal para Piotr Petrovich conversación’ tendría que ser ‘a la conversación –coma– fatal para Piotr Petrovich…”. Pero, si el castellano se aguanta esa tirantez sin que nadie diga: “no, esto es agramatical”, ¿por qué cambiarlo, si así escribe Dostoievsi? La sintaxis nuestra lo soporta perfectamente. Y, bueno, yo mantengo ese arco que hace Dostoievski, sobre todo en obras que han nacido oralmente, porque Dostoievski las ha dictado. El efecto de dictado sin duda ha dejado su marca en lo que después se plasmó en el papel, ese aspecto de repetir cada frasecita y leerla a ver cómo suena en ruso, y después que eso se contagie en alguna dosis en lo que queda en castellano, a mí me parece lo más importante, y lo más atractivo, y lo más poético. Aunque estemos hablando de prosa, es poesía. Los rusos además tienen otra relación con lo referencial que la que tenemos nosotros. Dostoievski decía: “Yo soy poeta, soy más poeta que artista, por eso el tema me viene y después a lo mejor no lo puedo resolver bien. Porque ese es el problema que yo tengo, yo soy poeta”. Gógol a su novela Almas muertas le pone “poema” y él está creando algo, y no hay un referente atrás al que estén atados. Están moldeando una materia que es el lenguaje.

ND: El doble también tiene el subtítulo “poema”, “Poema de Petersburgo”.

AG: Pero ahí ya viene por otro lado, no es una cuestión de género, me parece a mí.

OL: Claro, ahí está la intención de pegarse al romanticismo, como a él lo criticaron respecto al realismo, él decía “de qué realismo me hablan? Esto es un poema. Esto es mi cabeza. A mí siempre me están achacando que yo tomo temas como que no fueran reales, ¿qué quieren? ¿Con el realismo burocrático voy a dar cuenta de la realidad? Para mí eso no es realismo”. Como decía Gógol: “Dame un tema, que yo después me arreglo”. Ahí empieza la verdadera tarea del poeta. A propósito de lo que contaba Guillermo, un amigo un día me propone alegremente, porque había arrancado con una editorial, traducir para el año siguiente toda la obra completa de Akhmátova. Yo había traducido unos poemas de Akhmátova, por lo que tomé un libro al azar, y encontré uno cuya traducción es más o menos: “Vivo como un cucú en un reloj / no envidio a los pájaros en los bosques / me dan cuerda y yo hago cucú / ¿sabés una suerte semejante? / solo a un enemigo se le puede desear”. El poema en ruso dice: [recita el poema en ruso, cuya rima es muy clara]. Entonces, ¿dónde está el poema? El poema está en todas las “u”, muy fáciles en ruso, en los acusativos femeninos y demás, y en algunas terminaciones verbales. En castellano son muy difíciles las “u” y las sucesiones de “e” y de “u” acentuadas. Ese poemita, que desde entonces me sigue ¿cómo se traduce?

ND: Veo que lo viven casi como una maldición. Te imagino un domingo a la mañana levantándote y pensando en cómo traducir a Anna Akhmátova.

OL: No, no es para tanto. Sí, un día encontrás algo y vas y lo anotás. Pero sí pasan estas cosas, este amigo mío, que me vino con la propuesta de: “Publiquemos las obras completas de Akhmátova el año que viene”, al ponerle algunos ejemplos, se amilanó un poco.

E: Cambiando de tema, Guillermo, me meto con el italiano específicamente. Es un idioma, si mal no entiendo, en el que hay mucho regionalismo. Yo me acuerdo el trabajo que hace John Kennedy Toole en La conjura de los necios, en donde hay un personaje que creo que es costarricense, y hay un trabajo enorme del autor en el que juega con regionalismos centroamericanos (y en español), que en la traducción española de Anagrama desaparece absolutamente. ¿Vos cómo resolvés los regionalismos italianos en el español?

GP: Primero expliquemos un poco por qué ocurre esto. La lengua italiana se convierte en lengua nacional a fines de 1800. En términos de una lengua esto es hace cuatro días. Decidieron que la lengua que iba a ser la lengua nacional era la lengua de Dante, que es el dialecto Toscano, el dialecto de Florencia. Porque allá lo que ocurre es que a diferencia de kilómetros hay modismos y cosas distintas. Es una cosa muy loca.

ND: Andá a Sicilia y directamente es un idioma distinto.

GP: El dialecto Florentino es el dialecto nacional, lo que quiere decir es que, como esto ocurrió hace relativamente poco, nadie habla italiano. Nadie quiere hablar italiano, porque todos quieren demostrar que son de otro lado. ¿Cómo lo resuelvo? Yo lo naturalizo, no hago esas distinciones porque me resulta demasiado complejo. Por ejemplo, Arno Schmidt trabaja mucho en alemán con los dialectos alemanes, y en la traducción que hace Jaime Siles de El corazón de piedra, como es una especie de road movie, un alemán en Alemania del este en 1954 creo, que roba un libro de una biblioteca. Él va a consultar un libro y de pronto se da cuenta de que nadie lo está mirando; es un libro que él desea mucho, y empieza a jugar a que se lo lleva. Llega a la puerta y se da cuenta de que nadie lo está deteniendo. Entonces se va con el libro en la mano, abajo del saco. Y tiene miedo de viajar en micro, tiene que volver a Alemania, entonces hace dedo en la ruta, y tiene un largo viaje con un conductor de camión que habla en un dialecto. Y Jaime Siles en español lo hace hablar como un andaluz. Absolutamente ridículo. Esas son las cosas que digo que perdés. A menos que, como explicaba él antes, haya una connotación y tenga un sentido particular el hecho de que alguien hable mal. Entonces vas a tener que ingeniártelas. Porque si el narrador en algún momento hace referencia a lo mal que habla este tipo, vos vas a tener que recrearlo porque sino no se va a entender. Igual, lo que hacen los italianos cuando escriben en italiano es poner pequeñas dosis de regionalismo, en general lo hace el narrador mismo. ¿Cómo lo puedo explicar? Por ejemplo, en italiano se dice: “ho fame”: “Tengo hambre”. Un romano jamás va a decir así, va a decir: “c´ho fame”. Porque él quiere que los demás sepan que él es romano, que él no es de otro lado. Y en el único lugar donde se dice: “c´ho fame” es en Roma. Entonces, los narradores romanos escriben “c´ho fame”, no “ho fame”. Y significa “tengo hambre”, no hay mucha vuelta. No puedo respetar eso. Es una de las cosas que promueve esa sensación de frustración de la que hablaba antes.

AG: Ahí hay un último recurso, que muchos odian, que es la nota al pie. Quizá no al pie, pero en forma de epílogo, nota del traductor, comentario del traductor. Entonces algunos detalles de ese tipo, que quizá al lector le interese, puede dar cuenta: “Un romano que quiere dar cuenta de su romanidad ante el resto de los italianos”.

ND: ¿Cómo hace un traductor para que la nota al pie no sea más larga que el propio texto? Yo me imagino traduciendo y me volvería loco con estas cosas que menciona Guillermo. Mi libro sería una gran nota al pie en la que explicaría por qué uso cada una de las palabras que uso, lo que me convertiría en un pésimo traductor.

AG: Yo creo que la nota tiene sentido donde la traducción ya no llega.

GP: Tenés que ser consciente de que la nota al pie es una confesión de derrota, no una demostración de tu erudición. Mi modo de laburar es: si querés el nombre del traductor en la tapa, ponelo, pero una vez que el libro empieza, tiene que  desaparecer. Tengo la impresión de que cuando el traductor interviene con una nota al pie es como esos tipos que caen a una fiesta sin que nadie los invite. Vos estás leyendo y de pronto decís: “¿este tipo qué quiere? ¿A qué vino?”. Me parece mejor hacer notas, si son necesarias, al final. O hacer una nota introductoria contando los problemas que tuviste, pero el traductor está para plantear soluciones, no para contar sus problemas al lector. Tomo el ejemplo de este excepcional traductor argentino que es Pochtar, el que mencionaba al principio. Hay un momento increíble en El gatopardo en el que el príncipe de Salina tiene una relación muy compleja con un peón de la estancia, que lo conoce desde que nació. Cuando hay otras personas presentes, el peón lo trata con reverencia al príncipe. Pero cuando están los dos solos le pega, le dice “tarado”, porque lo conoce de chiquito. Entonces hay una escena, en la que después de mucho tiempo de verlo funcionar de un modo muy respetuoso, los tipos están solos cazando, y hablan de otro modo. Y acaba de haber elecciones, y perdió el partido que el príncipe pensaba que iba a ganar, o que le convenía que ganara, pierde por unanimidad. Entonces Don Chicho le dice al príncipe: “hubo fraude en las elecciones”. El príncipe le dice: “no, no hubo fraude”. “Sí, hubo fraude, porque salió el voto por unanimidad y yo voté en contra”. Entonces, el príncipe sufre una especie de conmoción, porque tiene una prueba fehaciente de que efectivamente hubo fraude. En italiano la expresión que existe es: “ingoiare il rospo”, que es “tragarse el sapo”. No hay nada que traducir para nosotros, porque conocemos la expresión, la usamos. Pero lo que hace maravillosamente Lampedusa es que, mientras Don Chicho habla en segundo plano, Salina está tan odioso que no lo oye. Presta atención, en cambio, a cómo se traga el sapo, el sapo se materializa en su boca. Son cinco líneas, dice: “Al principio las patitas resbalaban un poco, pero él las masticaba, masticó los cartílagos”. Hasta que al final todo el sapo fue a parar a su estómago. Se materializa y todo el relato que le hace don Chicho, si lo ves cinematográficamente, se enmudece. Y se lo ve a Don Chicho moviendo la boca pero no lo oye más, es genial. Está narrado de tal modo que vos notás eso, que el príncipe de Salina deja de oírlo y presta atención a lo que ocurre dentro de su boca. En español, acá en Buenos Aires, no surgió ningún tipo de problema porque todos sabemos lo que es tragarse el sapo. En España, la expresión “tragarse el sapo” no existe. Cualquier traductor hubiera hecho una nota al pie, después de traducir el relato de ese sapo materializado tragado por el príncipe de Salina: “ingoiare il rospo significa lo que para nosotros es ‘tragarse la quinina’”. ¿Saben que hizo este tipo genial que es Pochtar? Para evitar la nota al pie, escribió esas cinco líneas aludiendo a la quinina, nunca aparece el sapo. Habla siempre de quinina, dice: “los primeros sorbos fueron más amargos”. Inventó algo y logró omitir la nota al pie.

ND: Alejandro, por lo que venías contando es lo que hubieses hecho vos en ese caso.

AG: Lo que es seguro es que no hubiera hecho nota al pie. La nota al pie, para mí, es cuando ya no es una cuestión de traducción. Por eso, la nota al pie es una cuestión cultural. Yo no puedo, mediante el lenguaje, explicar que un romano quiere mostrarse romano ante los otros, porque no es un problema de traducción. Entonces ahí yo no lo veo como una derrota, le estoy dando información cultural al lector: “tengan en cuenta que pasa esto”. Pero yo no lo puedo resolver, puedo ignorarlo, quizás no todos los traductores de italiano se den cuenta de esto. Por ejemplo, yo naturalizo cuando en ruso usan las unidades de medida del siglo diecinueve. ¿Para qué poner: “antigua unidad de medida rusa equivalente a 1,07 kilómetros? Es una estupidez. “Vivía a tres kilómetros”, listo. Alguien me va a decir: “Bueno, pero es un anacronismo, porque en esa época los rusos no usaban los kilómetros”. Bueno, está bien, leé otra traducción, listo. Repito, llega un punto en el que cierro la puerta.

ND: Bueno, una de las últimas, Me interesa esa cuestión de, no sé si es mito o realidad, cuando Borges traducía a Faulkner…

GP: Borges no tradujo a Faulkner; la mamá de Borges tradujo a Faulkner. Lo único que tradujo Borges, y que le tomó casi treinta años, fue Hojas de hierba.

AG: Es verdad eso, lo dijo Borges en una entrevista editada creo que en Costa Rica. Dijo: “las traducciones las hacía mi madre; yo las corregía”.

ND: Bueno, cuando la madre de Borges traducía –gran traductora– se dice que cambiaba lo que no le gustaba del original, incluso hasta sacó escenas, más que nada cuestiones sexuales. Tomándolo como ejemplo, ¿sucumben ante la tentación de mejorar la obra que están traduciendo? Un pasaje que quizá complica, que quizá está demás, ¿se saca? ¿Se cambia?

GP: A mí me pasó una sola vez traduciendo una novela muy mala de Melissa P., Cien cepilladas antes de dormir, que me cae simpática, pero la novela es horrible. Pero yo lo tomaba como algo más terrorista, mejorar algo, que total nadie se va a dar cuenta, y va a quedar mejor. También agregué cosas. “Acá tendría que haberlo terminado así, que queda mejor, yo se lo pongo”. Era una autora que no respetaba en absoluto, una novela escrita por una chica de diecisiete años, que había tenido éxito por miles de cuestiones. Yo estaba muy culposo porque me había ido de vacaciones y había traducido el libro en quince días, no me había significado ningún tipo de problema. Cuando la conocí, me preguntó: “¿en cuánto tradujiste mi libro?”. Y pensé: “quince días es muy poco”, entonces le dije “en un mes”. Y me dijo: “ah, lo mismo que yo tardé en escribirlo”. “¿Cómo que lo escribiste en un mes?” “Sí, mi papá se fue de vacaciones y dejó el garaje y yo llevé la notebook y en un mes lo escribí”. No sé si le mejoré la novela, eran actos terroristas, era como decir “aquí estuve”, como cuando uno hace una pintada.

ND: ¿En tu caso, Omar? ¿Recordás haber suprimido algo?

OL: No, la verdad que no. Aun cuando uno se enfrenta a pasajes oscuros, que no los puede resolver, y bueno, intento exhibir la oscuridad que sufro yo. Pero no voy a macanear para zafar.

ND: ¿Alguna pregunta del público?

Participante: ¿A qué castellano traducen hoy en día?

GP: Eso es lo que acordás con el editor, y esa es la razón por la que yo considero a Herralde el peor editor del mundo. Porque cuando a vos te contratan para una traducción, preguntás dónde van a vender ese libro. Si te dicen en Buenos Aires, porque van a hacer una tirada de trescientos ejemplares, sabés que podés lidiar con un rioplatense básico. Si te dicen que lo van a vender también en México, en Chile y en Uruguay, no vas a poder usar un rioplatense básico, porque es muy probable que en Chile y en México no entiendan. El traductor español traduce si le pagan, y no tiene ninguna sospecha de que lo que está haciendo está mal, pero si lo que vos vendés se va a leer en México, en Chile, en Buenos Aires, el editor debe saberlo. Porque ni siquiera es que traducen para un solo país, o una sola ciudad, traducen para una sola calle. Es una cosa demencial.

AG: Yo siempre digo que traduzco al español “coránico”. El árabe coránico es esa lengua que no se habla en ningún país árabe pero que todos entienden. Todas las editoriales quieren vender, la traducción no es una tarea individual, es un error creer que yo decido todo. Acá está el editor, estoy yo, está el corrector –que me ha arruinado cosas, que no quiero dar ejemplos–, pero los voy a dar. En su momento traduje un libro en la que un personaje era un chico, cuya habla estaba expresada con los errores con los que habla un nene, con una media lengua. Yo lo traduje así, incluso fue algo creativo. ¿Cómo hablaría un chico de tres años con esa media lengua? Y todo ese trabajo que me tomé, el corrector lo liquidó. No consultó al editor, no me consultó a mí. Son decisiones. Y está el lector también. Porque fíjense esto: cuando dicen “traducir al español argentino”, me parece muy interesante. ¿Qué pasa en Argentina? Nosotros permitimos el voseo a los escritores argentinos, pero ¿permitimos el voseo en una traducción? ¿Puede un personaje del siglo diecinueve ruso decir: “che, vos, por qué no te vas acá a la esquina”? Yo tampoco creería en un personaje alemán de entre guerra diciendo “vos”, “che”, “boludo”. Yo, como lector, a una traducción extranjera le pido el “tú”, tengo que asumirlo. Quizá no el “vosotros”, eso ya me suena muy español. Aunque sea contemporáneo, a mí no me ha tocado traducir rusos de ahora, pero imaginate que fuera una historia que transcurre en una residencia estudiantil de Moscú hoy, ¿puedo decir “vos”, “che”, “sos un ganso”?

OL: A mí me parece que está bien lo de la lengua esa que no es neutra, sino que es una lengua medio inventada, es esa lengua “coránica” que dice Alejandro. Me parece bien, porque hacer hablar a los rusos como si estuviéramos acá en Buenos Aires no tendría mucho sentido. Es una lengua artificial en algún punto, que te permite esos márgenes porque estás tironeando y hay cosas que solamente con el artificio podés meter. Porque si no, no le podés hacer decir “palomito” a Petrovich. Por ejemplo, a Crimen y castigo yo lo traduje en la primera versión como “vos” y me parecía que aportaba un matiz de cercanía emotiva. En la escena en que los personajes se tutean, nadie se dio cuenta. Lo leyó el encargado de la colección, el coordinador, y me dijo que estaba perfecto. Le pregunté “¿no te molesta que use el ‘vos’?”. “Ah, no, no se puede”. Les di un capitulo adrede para que lo lean y no se dieron cuenta.

ND: Muchísimas gracias a todos, creo que hemos aprendido muchísimo. Gracias.

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