martes, 30 de septiembre de 2014

¡Feliz día!

Colegas, ¡feliz día!

Hoy es el aniversario de fallecimiento de nuestro patrono, san Jerónimo, que dejó de andar por ahí hace casi 1,600 años. Por eso en estas fechas el calendario se satura de congresos, eventos, festejos y demás, como el curioso evento de traducción en vivo que se va a realizar hoy en el Instituto Goethe y el XXIII Encuentro Internacional de Traductores Literarios (EITL), que comienza mañana.

Como regalo en nuestro día, les escaneo un material imposible de encontrar en el mercado o en su biblioteca más cercana. Se trata de una entrevista que le hizo en 2008 el proyecto De oficio, traductor a los organizadores del EITL, Danielle Zaslavsky, Leticia García Cortés y Arturo Vázquez Barrón, y que se publicó en el número 5 (diciembre de 2008) de la revista Ga-z de lenguas, de la Escuela Nacional de Antropología e Historia. Ahí podrán leer todas las anécdotas que dieron lugar a este evento anual que mañana arranca su vigésimo tercera emisión. Saludos,

Lucrecia

PD. La imagen de arriba es de san Jerónimo en su celda, 1492, el primero de los muchos grabados y pinturas que hizo Durero del exégeta. Dicen los críticos de arte que es la única ocasión en que Durero representó a san Jerónimo sin barba, quizás porque él mismo era muy joven (apenas veintiún años), aunque ya aparece acompañado por el león, que desde entonces vamos a ver siempre en algún punto de los retratos.












lunes, 29 de septiembre de 2014

¡Y otro premio más!

Colegas, ¡otra buena noticia!

Nos compartió Emma Jiménez Llamas la feliz noticia de que a Diana Luz Sánchez le otorgaron el premio de traducción IBBY por El llamado del mar.

Este premio lo entregó IBBY (International Board on Books for Young People) en el marco de su XXXIV Congreso, realizado en la ciudad de México, junto con otros premios a escritores e ilustradores de libros para jóvenes y niños (como Verónica Murguía por mejor historia en Loba y Ricardo Castro por mejor ilustración en Zezolla). También aquí (como en los premios que recibieron Radina Dimitrova y Pablo Ingberg) es interesante ver que la traducción participa a la par de otras actividades editoriales tradicionalmente más visibles.

¡Muchas felicidades a Diana Luz y a los otros premiados! Ojalá que estas noticias sirvan de aliento tanto para continuar en la labor, como para seguir empujando para que existan más premios y apoyos a los traductores (por cierto, en México tenemos un capítulo pendiente con esto de los premios). Saludos y enhorabuena,

Lucrecia

Avalancha de leyes, derechos y contratos este 8 de octubre



Queridos colegas:

Eso es un recordatorio de que el próximo 08 de octubre tenemos una jornada intensa, una cita con la dama de ojos vendados, que también nos coloca a los traductores en su balanza.

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Por la mañana, de 11:00 a 15:00 horas, está el seminario comparativo "Los derechos de traducción en México y España", en el que Carlos Fortea y Mauricio Barrera Paz analizarán de manera comparativa la Ley Federal del Derecho de Autor vigente en México (http://info4.juridicas.unam.mx/ijure/tcfed/164.htm?s=)
y la Ley de Propiedad Intelectual vigente en España (https://www.boe.es/buscar/act.php?id=BOE-A-1996-8930), para tratar de entender de qué manera protege cada una los derechos de autor de los traductores. Más detalles, perfiles de los ponentes y textos de las leyes en este enlace.

Este seminario es gratuito, sólo se requiere un registro previo para controlar el aforo. El registro es en el siguiente enlace, en la parte de hasta abajo, donde dice "Inscripción" en letra gris pequeñita: ahí le pican y se despliega un formulario de registro.

Nos explicaron en el CCEMx que en caso de que el mero día no se hayan cubierto 30 registros, el acceso pasa a ser libre, así que no se intimiden ni piensen que porque no se registraron antes, ya quedaron sin posibilidad de participar. Ese día vamos a poner un aviso en facebook para decirles si el cupo ya está lleno o aún pueden llegar. O pueden escribir a circulodetraductores@gmail.com para preguntar. Pero hay algo mucho mejor y más sencillo: registrarse previamente en este enlace.

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Por la tarde, a las 17:00 horas, Carlos Fortea dará la charla "Reglas para la convivencia: traducir al amparo de la ley", en la que nos expondrá el modelo de contrato que generó ACE Traductores, que es la Sección Autónoma de Traductores de Libros de la Asociación Colegial de Escritores de España. El modelo de contrato sobre el que va a hablar lo pueden consultar en este enlace. La entrada es libre y gratuita. Más detalles sobre la charla en este enlace.

Saludos y ojalá por allá nos veamos el 8 de octubre,

Lucrecia


domingo, 28 de septiembre de 2014

Está en circulación el Periódico de Poesía 72

 Colegas:

Caaaaaaasi se me iba el mes sin recordarles que está en circulación el número 72 del Periódico de Poesía de la UNAM, correspondiente al mes de septiembre, que también en esta ocasión trae mucho material interesante.

En la Mesa de Traducciones pueden encontrar lo siguiente (más abajo los enlaces):





Todo esto en en los siguientes enlaces:

US Latino Poets sobre Melinda Palacio

Lenguas originarias sobre poetas tseltales

Tanya Huntington autotraducida

Atoní Marí traducido por Enrique Juncosa

Sharon Olds traducida por Inés Garland

Poetas rumanos traducidos por Rodica Grigore

"Desde el mirlo de Stevens", por Pedro Serrano

Y en Cartapacios, la sección de ensayos sobre traducción:

"Te doy mi palabra: un itinerario de la traducción", por Juan Villoro

Y muchas más cosas en las otras secciones, por supuesto. Enlace general al Periódico de Poesía: http://www.periodicodepoesia.unam.mx/

Recuerden que la convocatoria a proponer trabajos para la Mesa de Traducciones está siempre abierta, pueden consultar sus lineamientos en este enlace.

Saludos,

Lucrecia

sábado, 27 de septiembre de 2014

Traducciones y traductores en el Hay Festival de Xalapa: 02 al 05 de octubre

 Colegas:

Nos comparte Rina Ortiz la noticia de que en el Hay Festival 2014, que se realizará del 02 al 05 de octubre en Xalapa, Veracruz, va a haber varias actividades vinculadas con la traducción, entre conversaciones, lecturas y mesas de discusión.

Copio abajo algunas de las páginas del programa, donde aparecen los detalles de algunas de estas actividades. Ahí van a ver anunciados a Pura López-Colomé, Roberto Frías y otros nombres más. También hay mesas sobre edición y editoriales y sobre autores contemporáneos de distintas lenguas, dos temas que se vinculan con nuestro oficio en particular cuando generamos proyectos de traducción.


El programa completo, que es realmente abundantísimo, lo pueden descargar en este enlace: http://www.hayfestival.com/xalapa/downloads/HayFestivalXalapa_Programa2014.pdf


Saludos,

Lucrecia








viernes, 26 de septiembre de 2014

"Traducción, autoría, autoridad", por Andrés Ehrenhaus (parte 2)



Colegas, va la segunda parte del artículo iniciado ayer:


Traducción, autoría, autoridad.
Hacia una fundamentación dialéctica 
del Proyecto de Ley de Traducción Autoral
parte 2
Andrés Ehrenhaus
18 de septiembre de 2014


3. Lugares de autoridad

Así, la autoridad del autor (que parecerá una perogrullada pero no es ni un pleonasmo ni una tautología) no pertenece tan solo al campo metafísico o retórico sino que se sustenta y manifiesta asimismo en terrenos bastante más concretos. Desde el momento en que el autor, una vez generada la obra, decide ejercer plenamente sus derechos y responsabilidades, adquiere autoridad pública sobre su cosa creada y las implicaciones y repercusiones que de esa exposición se deriven. La puesta–en–el–mundo de la obra, con todas sus consecuencias, autoriza al autor y lo convierte en autoridad. Y quien dice autor dice traductor, ¿verdad? Sin embargo, y a pesar de la insistencia de las leyes del mundo en recordarle al propio mundo que el traductor es, a todos los efectos, un autor munido de los mismos derechos –en lo relativo a su obra– que los del autor de la obra original de la que aquella deriva, el mundo tiende a perder la memoria al respecto, tiende a contemplar con perezosa miopía al traductor y acaba perdiendo de vista su silueta, siempre inquietante, siempre desenfocada, siempre más próxima a las dudas que a las certezas, siempre más próxima al Otro que al sí mismo. Pero más preocupantes que las reticencias del mundo o los lectores a aceptar esta realidad factual son las de quienes forman parte de la realidad laboral de la profesión: editores, críticos, libreros, académicos, los propios traductores.

A ello contribuyen varios factores. De algún modo, el sistema mediante el cual la obra se hace pública ha avasallado la autoridad del autor, a tal punto que a veces esas obligaciones y responsabilidades (lingüísticas, culturales, epistemológicas) se nos presentan apelmazadas, hechas un amasijo, apretujadas por el empuje de la maquinaria industrial y comercial que ocupa, en muchos casos, el lugar de quienes recurren a ella para dar a su obra valor de cosa–ahí. Para entendernos: hasta que Gutenberg no puso en marcha su imprenta, el autor era también un artesano y creación e industria eran inseparables; a partir de entonces, la maquinaria tuvo que idear sistemas de cesión (y a menudo de enajenación y apropiación) de la obra original para poder reproducirla, de tal modo de alimentarse antes a sí misma que al propio proveedor de “materia prima” –y quizás sea en este truco de prestidigitación, que pretende y a menudo logra disfrazar de producto natural lo que ya de por sí es una elaboración compleja y única, donde se obra el giro que permite la suplantación del autor por la industria. Y a nadie escapa que el traductor es un autor frágil, precisamente porque su condición de autor de obra derivada, de obra subsidiaria de otra, impone una distancia virtual extra entre él y su obra que, con enorme frecuencia, acaba cayendo, aunque sea de manera forzada o “trucada” en la órbita de la máquina, cuyo campo gravitatorio es bastante mayor (a modo de ejemplo rápido: es más fácil que se cite –técnica pero también coloquialmente– la editorial que acaba de publicar o ha publicado una traducción que al propio traductor). Aun así, es decir, aun a pesar de que la realidad de la traducción dista mucho de ser la ideal (a los ojos ciegos de la ley), a pesar de la frecuente figuración de enajenación total de la obra a manos de la industria, es esa puesta de la obra en el mundo –y todo lo que conlleva– la que autoriza al autor, verbigracia, al traductor. Ni la formación ni la acreditación ni la pertenencia a tal o cual entidad fiscalizadora le confieren indefectiblemente esa autoridad, que en el caso de los autores de obras originales parece indiscutible (¿quién le va a discutir a Roberto Arlt –por poner un ejemplo paradigmático también– su autoridad como autor?). En eso, tanto la realidad como la instancia simbólica que prescribe lo real (la traducción–ahí) coinciden.

No se me malinterprete: no es mi intención abundar en la tediosa polémica acerca de la conveniencia o la factibilidad de que la traducción se enseñe y aprenda en la academia; más bien, todo lo contrario. Puesto que se enseña y, con frecuencia, aprende a traducir en la academia, discutir su factibilidad es un acto de pura necedad; discutir su conveniencia, un anacronismo absurdo. Nada que redunde en la capacitación y el crecimiento profesionales debería rechazarse de plano, venga de donde venga, y si es de instancias sobradamente solventes y contrastadas, menos aun. Como tampoco tiene sentido negar la validez de una formación teórica sólida, de un amplio conocimiento de toda suerte de materias y disciplinas, de una perspectiva cultural tan alta como ancha; en definitiva, de buenos maestros y vigorosas y siempre renovadas referencias. El traductor autoral está condenado a formarse sin solución de continuidad, a prepararse para todas las batallas, a tocar, como en el flamenco, todos los palos, y para ello todos los recursos son dignos de consideración. No negaré, tampoco, sino todo lo contrario, la importancia no siempre manifiesta o reconocida de la investigación y los estudios de traducción para la buena marcha de la profesión. Sin un sólido y vigoroso aparato crítico, sin teóricos e investigadores capaces de revisitar y repensar la profesión desde perspectivas históricas, lingüísticas, sociológicas, sin instancias dedicadas a articular el tejido consuetudinario, apremiante y proteico, y darle un sentido más amplio, la profesión carecería de marcos de referencia y cajas de resonancia ajenos a la lógica selvática del mercado. Dignificar la traducción, otorgarle la visibilidad justa y necesaria, pasa inevitablemente por ahí. Y este trabajo también corresponde, en gran medida, a la academia.

En nuestro país, son varias las instancias oficiales donde se imparten clases de traducción, ya sea como carrera de grado, como asignatura complementaria o como capacitación para posgraduados. A la ya mencionada carrera de Traductor Público, que pertenece al currículo de la Facultad de Derecho de la UBA, se añaden, entre otros, los Traductorados en Inglés y en Francés de la UNLP, los Traductorados Públicos de la UCA, USAL (que tiene un grado de Traducción Científico–Literaria, como el ISPA de Rosario), UM, UB, UNLA, UNCA, UNLAR, CAECE de Mar del Plata, UAP, UNR, UCASAL o Universidad del Comahue, el grado de Traducción e Interpretación de la Universidad de Córdoba, los Traductorados en diversos idiomas del IES en Lenguas Vivas “J.R. Fernández” y las maestrías y posgrados de la UNC, UBA, etc. Esta variedad da cuenta, sin duda, del arraigo y, a la vez, la proyección de estos estudios. No obstante, ni salamanca ni natura prestan (léase garantizan) lo que sólo el duro y honesto trabajo generador logra poner en juego. En tanto autor, la validez del traductor como profesional en ejercicio dependerá de su capacidad para generar obras capaces de ser–en–el–mundo antes que de su educación y su titulación académicas. Porque autor y obra están indisolublemente ligados y no se conciben el uno sin el otro del mismo modo que, sin público, la obra tampoco es obra–en–el–mundo.

4. Donde no hay obra

Detengámonos ahora una vez más en el punto álgido, volvamos a la arena candente en la que se celebra el gran levantamiento de ronchas: ¿qué ocurre con la traducción que, más allá o más acá de lo que le exija la instancia simbólica, nace sin voluntad de obra, se niega o resiste a serlo; qué pasa con el traductor que, al no reivindicar una obra, tampoco se considera autor? Como pudo apreciarse en el repaso que hicimos más arriba, para la legislación al uso el traductor (no–público–no–jurado) es siempre un autor, la traducción es siempre una obra. Pero ya vimos también que esto no siempre es así en la realidad, que la cosa–traducción no siempre es una obra “de creación”. Es algo que salta a la vista: cualquier persona que aborde el tema con un mínimo de sensatez sabrá distinguir de manera automática y hasta natural la traducción autoral de la traducción que, en la realidad, no genera derechos de autor. En principio, esta distinción “natural” nos lleva a atribuir la condición autoral a quienes se dedican a eso vago y amplio conocido como “traducción literaria”, en tanto que la no autoral correspondería a quienes se dedican a eso también vago y amplio conocido como “traducción científico–técnica”: parecería, visto así, que son las materias, los “contenidos”, los que decantan la cuestión e inclinan la balanza hacia la “obra derivada” en un caso  y hacia la “mera traducción” en el otro. Algo similar a lo que sucede en fotografía, donde la huella autoral parece depender más de la materia capturada que de la captura en sí. Eppur…

Regresemos, en nuestra búsqueda de criterios objetivables, a la letra de la ley. Tal vez escarbando allí demos con indicios de por qué lo que resulta evidente y natural a simple vista, por qué lo que fenomenológicamente resulta discernible de manera tan clara, no se ve reflejado de manera igualmente clara en las normas, recomendaciones, convenios y, por fin, en la jurisprudencia universales. Si retomamos el primer artículo de la 11.723, en el que se definía que “las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión (en coincidencia casi textual con los de la mayoría de las leyes internacionales en la materia) encontraremos, en su segundo párrafo, la siguiente y casi esotérica aclaración: La protección del derecho de autor abarcará la expresión de ideas, procedimientos, métodos de operación y conceptos matemáticos pero no esas ideas, procedimientos, métodos y conceptos en sí.” Entiendo, entonces, que si esas ideas (et al.) se expresan, es decir, si se ponen, digamos así, negro sobre blanco, entonces se las considera protegidas por el derecho de autor; en cambio, si existen de algún modo inexpresado, bien en el acervo general o bien en el cerebro de quien sea, no hay modo de protegerlas porque no se han materializado. El derecho de autor requiere, por tanto, de una materialización de esas ideas (et al.), de una puesta en cosa–ahí –tanto si esta expresión se hace mediante un soporte físico como si se hace al aire ante un público testigo. Es el testimonio del receptor el que da cuenta de la materialización. ¿Porque, supongo quizás demasiado arriesgadamente, esa materialización cobra una forma única y exclusiva, aunque reproducible?

¿Se deduce de aquí, entonces, que es la “forma” que adquiere el contenido y no –como parecía derivarse de la distinción a simple vista entre autoral y no autoral– el “contenido puro”, es decir, la idea (et al.) no expresada, lo que debe protegerse? ¿Esa forma que a duras penas podemos definir insatisfactoriamente como “literaria”, “original”, ¨personal”, “artística”, “intelectual”, “creativa”, y que late entre el soporte y la idea, es decir, que es la “manera” de expresar y no el “medio” de expresión? Si el medio es el mensaje, está claro que lo que protege el derecho de autor no es ese mensaje sino la forma particular, condicionada por el medio o no, en que el mensaje se materializa. Así, podríamos intentar a partir de esta aclaración inicial de la ley 11.723 una primera objetivación de lo que es autoral y lo que, en la realidad (pero ahora también, indirectamente, en la ley) no lo es y aventurar que la distinción está más asentada en el cómo se expresa que en el qué se expresa. Es evidente, y también lo es para el ojo inexperto o lego, que la traducción autoral se ocupa, a la larga, más del cómo que del qué. De entrada, porque en el cómo viene implícita la lengua original y no necesariamente en el qué. ¿Podemos decir entonces que la traducción autoral pide una formación más centrada en las maneras de expresar, mientras que la traducción no autoral debería centrarse más a fondo en las materias y conocimientos que pretende expresar que en los modos en que puede expresarlos? Y aún más: ¿no es así como está organizada y orientada la formación académica al uso?
La legislación en propiedad intelectual parece desentenderse de los contenidos puros; la academia, en cambio, parece desentenderse de las formas de expresión. En la realidad, el divorcio se sirve frío (de todos modos, como bien dice Gabriel Celaya en Inquisición de la poesía, “Nadie, ni siquiera una persona que sólo quiere informar, habla neutra y mecánicamente. Toda voz es expresiva, pone una vibración en el aire y convierte el organismo entero en un diapasón”). Pero de todo esto se sigue, quizás un poco forzadamente, que es lógico y esperable que la autoridad que el traductor–autor adquiere (con suerte y buen viento) sobre todo en la puesta–en–el–mundo de su traducción radique, para el traductor–no autor, en la formación centrada en los contenidos. Ojo nuevamente: no estoy hablando de gramática, de corrección gramatical, ortográfica, sintáctica, etc., sino de retórica en su sentido más extremo. El traductor–autor debe tratar un texto enfermo (de expresión, si se quiere) con cuidado de no curarlo; el traductor–no autor debe tratar un texto sano con cuidado de no enfermarlo. Y subrayo que en todo momento, haciéndome eco de la letra (¡universal!) de la ley, no entiendo al traductor–autor como sinónimo de “literario” o “ligado a la estética” sino como traductor de obras científicas, literarias y artísticas. Aquí, volvería a ser cínico pretender que alguien puede traducir de manera rigurosa y honesta un ensayo científico o filosófico sin tener nociones sólidas de lo que en ese ensayo se cuece; también lo sería suponer que esas nociones sólo las proporciona la formación académica.

Pero hay otros considerandos respecto de la traducción que no se tiene a sí misma por obra o que, si lo es de derecho, no se adscribe ni somete –sí, señor, en la realidad– a la propiedad de su eventual autor. En la LPI española (y quien dice en la española dice en la mayoría de las que se han promulgado en las últimas décadas a lo largo y ancho de Latinoamérica) hay rendijas por las que la propiedad intelectual y los derechos que la sustentan podrían difuminarse. Hilando fino, eso sí. Por ejemplo, en su Artículo 8º leemos textualmente: Se considera obra colectiva la creada por la iniciativa y bajo la coordinación de una persona natural o jurídica que la edita y divulga bajo su nombre y está constituida por la reunión de aportaciones de diferentes autores cuya contribución personal se funde en una creación única y autónoma, para la cual haya sido concebida sin que sea posible atribuir separadamente a cualquiera de ellos un derecho sobre el conjunto de la obra realizada. Salvo pacto en contrario, los derechos sobre la obra colectiva corresponderán a la persona que la edite y divulgue bajo su nombre”. Así, e hilando, repito, muy muy fino, podríamos inferir que la traducción de una obra –es decir, la obra derivada de esa otra– se vuelve no autoral cuando las aportaciones son tantas o tan indiscernibles unas de otras que la propiedad finalmente le pertenece a quien la edita o divulga bajo su nombre; por ejemplo, la empresa que edita y publica el manual de usos de una máquina. Es tal la “inexpresividad” de la obra derivada que ni siquiera es obra: es puro mensaje. Sin embargo, la LPI continúa hablando de derechos, incluso en ese caso, y dice que no sólo existen sino que le corresponden al divulgador, verbigracia, la empresa. Un poco a la manera de las leyes anglosajonas de Copyright. Que ni siquiera cuando desatienden al autor olvidan que hay algo que pide ser protegido por un derecho de copia. Tal vez ese modelo, que deslinda, a efectos comerciales, al autor de la obra, deje más campo abierto a la “desautoría” y a la posibilidad de pensar la traducción como un traslado de ideas o contenidos puros de un sistema cultural a otro, como un mensaje encerrado en una botella cuya propietario es más quien la lanza al agua que quien le pone el barquito dentro. Sin embargo, tampoco esas leyes regulan o fiscalizan la formación ni las señas de autoridad de los no–autores.

5. Una, dos, muchas traducciones

Sería de una ingenuidad ruborizante insistir, a esta altura, en que la diferencia crucial entre traducción autoral y traducción no autoral reside en la separación de forma y contenido, por más que disfracemos los conceptos o los adornemos con epítetos quiméricos. Es evidente a todas luces que el traductor traduce siempre dentro del complejo sistema de la lengua y que el fruto de su labor será siempre un material complejo, atravesado por tensiones y librado a la intemperie de mil lecturas distintas. Podemos continuar distinguiendo matices entre unas prácticas y otras pero ¿nos bastarán para hacerlas reposar en una taxonomía que aclare y ordene el espacio común en vez de complicarlo? Es preciso establecer un paradigma que describa de manera coherente y aceptable lo que la realidad da por hecho: hay dos, tres, muchas traducciones profesionales (o no) que conviven en relativa armonía y no se impiden ni contradicen la una a la otra. Hay instancias simbólicas que se ocupan de unas, instancias que se ocupan de otras, pero no todas están sujetas a leyes propias. La academia trata, a su modo, de abarcarlas todas. Y el mercado las requiere a todas por igual.

Resignémonos, amigos: tal vez no haya, por ahora, mejor manera de ordenar el meollo conceptual que recurriendo a la inmarcesible solidez del argumento tautológico. Es autor el traductor que traduce a autores; no es autor el traductor que no traduce a autores. La traducción autoral es una obra; la traducción no autoral no es una obra. O, dicho de otro modo menos antipático, aunque no toda traducción derive de una obra, no deja por eso de ser traducción: es traducción no autoral; aunque no toda traducción requiera legalmente de una formación y una fiscalización que la autoricen, no deja por eso de ser traducción: es traducción autoral. Así, a la secuencia lógica obra originalàtraducciónàpuesta en el mundoàautoridad se opondría la secuencia lógica texto no autoralàtraducción autorizadaàautoridad, de modo tal que ambos caminos hacia la autoridad del traductor no sólo no se cruzan necesariamente sino que no se contradicen o interponen, e incluso pueden echar mano de los recursos formativos (no sólo académicos, también bibliográficos o prácticos) que ofrecen y generan uno y otro. Formarse de manera constante forma parte de la ética de todos los traductores, sean autorales o no, públicos o privados, técnicos, científicos o poéticos, y es una responsabilidad personal que debería ir adherida a la conciencia del profesional. Y entre las obligaciones de esa formación no puede faltar nunca la reflexión abierta, permeable y rigurosa acerca de la función del traductor en la cultura y en la sociedad, de modo que esa reflexión se vea, precisamente, reflejada en posturas que ayuden a entender la realidad de la traducción y a reconfigurarla, si cabe, en beneficio de todos.

jueves, 25 de septiembre de 2014

"Traducción, autoría, autoridad", por Andrés Ehrenhaus (parte 1)



Colegas:

Retomo del blog del Club de Traductores Literarios de Buenos Aires un artículo de Andrés Ehrenhaus que fundamenta la propuesta de Ley de Traducción Autoral para Argentina. Al igual que el Club, la pongo en dos partes, una hoy y la otra mañana. Dice Jorge Fondebrider al presentar el artículo: "Lo que tiene hoy a su disposición el lector de este blog es la primera parte de un sesudo artículo de Andrés Ehrenhaus a propósito de una de las materias más intrincadamente sensibles que hacen a la labor del traductor. Por su naturaleza eminentemente administrativa y por la importancia que reviste a la hora de defenderse de los abusos de los editores y editoriales, se recomienda especialmente su detallada lectura. Aquí, sin ir más lejos, se encontrará también la justificación de por qué los traductores debemos apoyar este proyecto de ley."

Les cuento de una vez que Andrés Ehrenhaus va a estar en México a finales de noviembre y va a compartir sus experiencias con el Círculo de Traductores. El miércoles 26 de noviembre va a ofrecer una charla precisamente sobre este proyecto de ley, a la que están todos cordialmente invitados, estén al pendiente de los detalles. La charla va a tocar los temas expuestos en este artículo, así que es una buena introducción para los interesados en las cuestiones del derecho autoral. Saludos,

Lucrecia



Traducción, autoría, autoridad.

Hacia una fundamentación dialéctica

del Proyecto de Ley de Traducción Autoral
parte 1

Andrés Ehrenhaus
17 de septiembre de 2014


1. Palabra de ley

Hablemos claro. En Argentina, la traducción como actividad profesional está recogida –por ahora– en dos leyes. No más.

Una de ellas, sancionada hace ya más de 80 años, para ser más precisos el 26 de septiembre de 1933, es el Régimen Legal de la Propiedad Intelectual, familiarmente conocido como “la 11.723”. Se trata, sin duda, de una ley decana en la materia y, en muchos aspectos, avanzada para la época. Su artículo 4º dice textualmente: “Son titulares del derecho de propiedad intelectual: a) El autor de la obra; b) […]; c) Los que con permiso del autor la traducen, refunden, adaptan, modifican o transportan sobre la nueva obra intelectual resultante; d) […]”. O, lo que es lo mismo, al traductor, en tanto autor de una nueva obra derivada de la obra original, lo asisten los mismos derechos que al autor de esta última. Más claro, el agua. La ley aludida, en consonancia con los criterios universales en materia de propiedad intelectual, se ocuparía antes de definir con detalle lo que debemos entender por obra escrita: Artículo 1°. – A los efectos de la presente Ley, las obras científicas, literarias y artísticas comprenden los escritos de toda naturaleza y extensión”, para luego continuar delimitando los campos de las restantes disciplinas creativas. De este modo, la Ley 11.723 recogía una recomendación del Convenio de Berna para la Protección de las Obras Literarias y Artísticas (1886, con sucesivas revisiones y enmiendas hasta la definitiva de 1979), concretamente la de su artículo 3º, inciso 3): “Estarán protegidas como obras originales, sin perjuicio de los derechos del autor de la obra original, las traducciones, adaptaciones, arreglos musicales y demás transformaciones de una obra literaria o artística”. Ergo, una traducción no sólo es una obra derivada de otra sino que ha de considerarse, a su vez y a efectos legales, también como una obra original.

Bastante tiempo después, la Conferencia General de la Organización de las Naciones Unidas para la Educación, la Ciencia y la Cultura, reunida en Nairobi en noviembre de 1976, emite la Recomendación sobre la Protección Jurídica de los Traductores y de las Traducciones y sobre los Medios Prácticos de Mejorar la Situación de los Traductores. Allí, entre otras muchas cosas, se recomendaba en II. SITUACION JURIDICA GENERAL DE LOS TRADUCTORES, inciso 3., que: “Los Estados Miembros deberían extender a los traductores, por lo que respecta a sus traducciones, la protección que conceden a los autores de conformidad con las disposiciones de las convenciones internacionales sobre derecho de autor en las que son partes o de su legislación nacional, o de unas y otras disposiciones, y esto sin perjuicio de los derechos de los autores de las obras preexistentes”. Desde entonces, son numerosísimas, por no decir todas, las leyes de propiedad intelectual y protección de derechos de autor que reconocen la condición autoral de pleno derecho del traductor. Incluso las ríspidas y nada patronizantes leyes de copyright, i.e. el Copyright Act estadounidense, reconocen que algunas obras derivadas como las traducciones pueden quedar bajo la misma protección que las obras originales… siempre que puedan dar muestras de suficiente originalidad. En cualquier caso, la Society of Authors del mismo país, que acoge en su seno a los traductores, entiende que una traducción (literaria, aclara) posee la suficiente “naturaleza original” como para gozar de la protección del copyright.

Pero no toda la legislación en materia de traducción se inscribe en el ámbito de la propiedad intelectual y las obras así llamadas de creación. Un sector importante y muy específico –y justamente, además, muy próximo a la letra de las leyes– de la profesión, cual es el de los traductores públicos o jurados, cuenta con un marco legal propio, tanto a nivel nacional como internacional. En Argentina la figura está recogida con sumo detalle, desde abril de 1973, por la Ley 20.305 (una de las últimas promulgadas por el gobierno del entonces presidente Lanusse), que distingue claramente al traductor a secas del traductor público, delimita sus funciones, deberes y atribuciones y señala, entre sus obligaciones sinecuanónicas, las de recibir formación académica específica y pertenecer a un Colegio que pueda fiscalizar su labor. Puesto que se trata de una actividad fedataria, es lógico y lícito que requiera de una formación habilitante y una licencia que la autorice, y la Ley 20.305 se ocupa de consignar las funciones y límites de estos profesionales: “Art. 5 – Es función del traductor público traducir documentos del idioma extranjero al nacional, y viceversa, en los casos que las leyes así lo establezcan o a petición de parte interesada”. Asimismo detalla largamente las competencias y características indispensables que deben reunir las entidades fiscalizadoras de la actividad; así, por ejemplo, y a pesar de ser “persona jurídica de derecho público no estatal” (Art. 9), es decir, de carácter privado, los Colegios deben no obstante dar cumplida información al Estado acerca de sus miembros inscritos.

Y ahí se acaban las leyes, tanto en Argentina como en la mayoría de países del universo mundo, dedicadas a ofrecer un marco legal al ejercicio profesional de la traducción de cualquier tipo. Nada hay, en el estricto terreno legal, que defina otras prácticas; ni una palabra acerca de la traducción técnica, comercial o médica, por ejemplo. La Ley 26.522, conocida como Ley de Medios (2009), establece normas para que ciertos contenidos de la comunicación audiovisual se emitan en el idioma oficial o en las lenguas originarias y el lenguaje de signos y fija cupos detallados en cada caso, pero no regula ni comenta en absoluto las condiciones laborales, profesionales o económicas en que se debe llevar a cabo esta actividad ni se detiene a definir la figura, las funciones o requisitos del traductor audiovisual; tampoco lo obliga (ni invita) a colegiarse o formarse de un modo determinado. Otro tanto ocurre con la Ley de Doblaje, sancionada con el número 26.316 en 1988 y reglamentada y puesta en vigencia por el decreto 933 de julio de 2013, que hace un despliegue normativo ad hoc en el que brilla en todo momento por su ausencia el papel, tanto ideal como real del traductor. En definitiva, y a instancias de la ley, o se es un traductor jurado de documentos (sujeto, por tanto, a los requisitos formulados por los órganos directivos del Colegio de su respectiva jurisdicción) o se es un traductor a secas, es decir, un autor de obra derivada de una obra original. Insisto, a instancias de la ley. Porque veremos que, en la realidad, no todo el oreganato es monte.


2. Ser o no ser (autor)

Para ordenarnos, entonces, y tal como plantea con meridiana claridad –entre muchas otras– la LPI española, cuya actual versión es bastante reciente, por cierto (data de 1996), es el propio y mero hecho generador de la obra el que convierte legalmente al autor en autor –verbigracia, al traductor en autor. Subrayo una vez más esta condición legal porque, más allá de cuestiones éticas, filológicas o metafísicas, que podrían someterse a toda clase de valoraciones y juicios más o menos subjetivos, la letra de la ley no admite ambigüedades al respecto. Se acepte o no la jerarquía autoral del traductor, se la respete o no, se la ignore o desoiga, se la discuta o cuestione, el caso es que las leyes de los seres humanos de todo el planeta Tierra insisten en que es así y así debe (o debería) ser. Para esa instancia significante que es la Ley lo que importa, independientemente de cuál sea la realidad de la traducción en el mundo, es que entre lo real (la cosa–traducción) y lo simbólico (la condición autoral), no haya fisuras. Pero tampoco rizomas: la autoría legal no puede ni debe ir más allá ni más acá de la obra nueva derivada, ni siquiera aunque apelemos al argumento benjaminiano de que cada obra contiene necesariamente su traducción. Así, toda obra de creación está sujeta a derechos, que las leyes distinguen entre morales y patrimoniales, pero también a obligaciones y responsabilidades; el autor (y aquí nos estaríamos refiriendo, por supuesto, al autor real de Bajtín, al autor empírico de Eco, a ese que se hace garante final de las voces y lecturas implícitas en la obra) es propietario de su obra pero también debe rendir cuentas por ella, sobre todo si, ejerciendo su derecho como autor, decide hacerla pública y ponerla a disposición de la sociedad, que es, como se verá, un acto mucho más complejo y significativo de lo que a primera vista parece.

Pero volvamos al monte y al orégano. Sería cínico negar que, en la realidad, hay traductores que no generan nuevas obras derivadas y, sin embargo, tampoco son ni necesitan ser, para ello, traductores públicos o jurados. De hecho, no sólo sería cínico sino intolerable, puesto que se trata de un sector amplísimo de la profesión y, además, el que más cobertura académica –junto con el de la traducción pública– tiene. Tal es así, que en Argentina, de manera similar a lo que ocurre en el resto del planeta, hay mucha más oferta formativa para esta faceta “no–autoral–no–jurada” de la profesión que para la faceta “autoral”, por así llamarlas. Y esto es así porque hay mercado para ello, verbigracia, porque ese monte da para el oreganato. Con circunstanciales altibajos, con cumbres y quebradas, la traducción así denominada “técnica” ha proporcionado y proporciona salida laboral y alimentación a muchos profesionales. A la vez, la vertiginosa evolución tecnológica y los constantes cambios e innovaciones en materia informática parecen incidir de un modo paradójico en el sector, puesto que el propio profesional parece estar dando de comer a las máquinas, programas y motores de traducción que, al mismo tiempo que le “facilitan” la labor, son sus más duros competidores. Si sumamos las exigencias de capacitación tecnológica a la especialización temática que caracteriza al sector (el traductor de manuales mecánicos necesita conocer y someter a constantes actualizaciones tanto la retórica al uso como la terminología específica de la materia; el de textos médicos, otro tanto; etc.), no resulta sorprendente que la formación sea un pilar fundamental de este tipo de actividad traductora, toda vez que la competencia laboral es tan elevada como la velocidad a la que evolucionan las herramientas lexicográficas y los métodos de trabajo.

Este vasto, valioso e insoslayable sector no ve recogida su realidad en un marco legal propio sino que, ajeno a la lógica de la traducción entendida como obra y a la traducción pública reglada por estrictas normas colegiales, se desempeña al amparo de leyes comerciales y laborales no específicas: el traductor “técnico” acaba siendo más un empleado en relación de dependencia o un dador autónomo de servicios a terceros que un generador de obra nueva cuya protección y regulación ha de sustentarse necesariamente en fundamentos de derecho relativos a la propiedad intelectual. A decir verdad, la lógica laboral del sector mencionado se aproxima bastante más a la de los traductores jurados que a la del traductor–autor; de ahí, probablemente, la tendencia casi podría decirse “natural” a adoptar la colegiación como intento o manera de ordenar y controlar la buena práctica profesional, puesto que dejarla librada puramente a las dinámicas de mercado podría redundar en detrimento de la calidad y en favor de advenedizos y “revientaprecios”; al menos, ese es el temor que se trasunta. Al que se añade un tercer factor “de riesgo”: ¿a quiénes les darían clases los profesores de traducción si cualquier osado pudiera ofrecer “servicios especializados” al peor postor sin pasar por ninguna instancia formadora ni someterse a las normas éticas de ninguna instancia reguladora? Y una apostilla: ¿de qué le sirve pelear por los derechos patrimoniales de la traducción –no digamos ya los morales– a quien ni produce una obra ni la cede para que sea reproducida y vendida, y no devenga, por tanto, derechos de autor o regalías que eventualmente podría llegar a cobrar?

No, la verdad es que no tiene ningún sentido que un traductor que no cede temporalmente el derecho a publicar su traducción sino que la enajena enteramente una única y definitiva vez pierda tiempo y energías en reclamar la propiedad intelectual de algo que, tal vez no legalmente pero sí realmente, ni es ni jamás será obra. Se entiende, por tanto, que para estos profesionales la autoridad de su quehacer cotidiano no emane del mismo lugar del que emana la autoridad del traductor–autor. Incluso en el caso de que ambos tradujesen el mismo texto (y, a más inri, de la misma manera), el derrotero de su labor, la dinámica laboral y comercial, los sistemas de remuneración, las repercusiones y consecuencias serían totalmente distintos. También las exigencias y los criterios de selección. ¿Cómo así? Hagamos un poco de traducción–ficción. Imaginemos a uno de los paradigmas de la traducción “a secas” argentina (juicios estéticos de valor al margen) como fue J. L. Borges en la tesitura de solicitar trabajo de traductor en alguna editorial. No el joven Borges que apenas despuntaba sino el Borges maduro, con una sólida obra (y varias traducciones) detrás.

Seguramente, salvo que se tratase de obras de lenguas absolutamente ignoradas por él, nadie dudaría en ofrecerle alguna perla negra editorial –siempre y cuando las condiciones, se entiende, sus condiciones no fueran inaceptablemente onerosas. A nadie, ni al más inexperto y despistado de los redactores ni al más recalcitrantemente celoso de los editores se le ocurriría ni por asomo preguntarle al solicitante (por descolocado que pareciera) por su formación, sus estudios, su colegiación o sus garantías oficiales. Y bien que harían, ¿no es cierto? Pero imaginemos ahora al mismo Borges ofertándose a un laboratorio químico como traductor de prospectos farmacéuticos: difícilmente saldría con un encargo en mano. ¿Por qué, si su capacitación académica es la misma en ambos casos? Fácil: porque la que no es la misma en ambos casos es su autoridad. Borges no podría acreditar un conocimiento de la lexicografía farmacéutica al uso ni podría recurrir a ninguna instancia profesional que lo respaldase; en cambio, sí podría acreditar, por su mera condición de autor de traducciones, una capacitación mucho más objetivable que la que podría garantizar, en su caso –en todas las acepciones– paradigmático, una formación universitaria ad hoc o la pertenencia a un Colegio Profesional. Y esto también forma parte de la realidad de la traducción.

De acuerdo, quizás el ejemplo borgiano sea un tanto supraparadigmático. Es casi como apelar con poca elegancia a la mística para blindar un argumento y hacerlo irrefutable. Pero Borges no es en modo alguno el único personaje que encaja a la perfección en nuestro ejercicio ficcional. Quien dice Borges puede decir perfectamente José Salas Subirat, Luis Esteban Fassio o Matilde Horne, por citar a algunos de nuestros “traductores puros” más visibles. En cualquiera de estos casos, y de innúmeros otros, la autoridad que los respalda no descansa en la condición de autores de obra original (pues no lo son, no lo fueron) sino en su mera y probada condición de autores de traducciones.

Continuará en la entrada de mañana...

miércoles, 24 de septiembre de 2014

Ahí viene el XXIII Encuentro Internacional de Traductores Literarios: 01 al 03 de octubre

De albures e insolencias:
traducir la transgresión:

XXIII Encuentro Internacional de Traductores Literarios
01 al 03 de octubre de 2014

 


Queridos colegas:

Va el recordatorio de que exactamente en una semana, el miércoles 01 de octubre, comienza el XXIII Encuentro Internacional de Traductores Literarios, que este año lleva el tema "De albures e insolencias: traducir la transgresión".

En esta ocasión el Encuentro se llevará a cabo los días 01, 02 y 03 de octubre de 2014 en el Centro Cultural Universitario de la UNAM, la Sala Alfonso Reyes del COLMEX y la Sala Molière del IFAL, respectivamente.

Les recuerdo que vinculado con este Encuentro, Carlos Fortea va a realizar dos actividades con el Círculo de Traductores: una charla sobre el modelo de contrato de ACE Traductores (más detalles en este enlace) y un seminario comparativo, junto con Mauricio Barrera Paz, sobre legislación autoral en México y España (más detalles en este enlace).

Acá abajo el programa completo del XXIII Encuentro Internacional de Traductores Literarios, que también les puedo mandar en pdf si escriben a circulodetraductores@gmail.com. Saludos y por allá nos vemos,

Lucrecia


Adenda del 28 de septiembre:

Algunos A V I S O S del Comité Organizador

  1. El acceso a la Sala Carlos Chávez del Centro Cultural Universitario empezará a las 9:30 hrs del miércoles 1 de octubre.
  2. La inscripción a los talleres se llevará a cabo el miércoles 1 de octubre, a partir de las 12:00hrs en la mesa de registro (ver oferta y horario de talleres en programa adjunto). IMPORTANTE: Cada taller tiene un cupo máximo de 15 asistentes y podrán registrarse en una lista de espera 5 personas más. La dinámica de entrada a los talleres (IFAL, viernes 3 de octubre) será la siguiente: los asistentes inscritos a los talleres deberán estar en el IFAL como máximo a las 9:50hrs, de lo contrario se empezará a dar entrada a los asistentes registrados en la lista de espera.
  3. Las constancias de asistencia al XXIII EITL sólo se enviarán a quienes así lo soliciten expresamente a esta dirección de correo electrónico, una vez terminado el Encuentro.
  4. Quienes tengan contemplado inscribirse al taller del Dr. Carlos Fortea: “Hemingway es un autor sencillo”, deberán presentarse al taller con su propia propuesta de traducción impresa y en una USB. El Dr. Fortea les solicita no consultar otras traducciones de estos textos, con el fin de que el debate sea más enriquecedor durante el taller. El material para traducir se envía en archivo adjunto. Se trata de 2 páginas de Fiesta (pp. 8 y 9, hay que traducir desde la primera oración completa de la p. 8: “No one had ever made him feel…” hasta el final de la p.9) y 3 páginas de A moveable feast (pp. 9 -11), ambos textos de E. Hemingway.[Cuando se inscriban al taller les dirán dónde bajar estos archivos.]











La imagen del poema tachado está tomada de aquí: http://rinconpoeticolassalinas.blogspot.mx/2011_05_01_archive.html

martes, 23 de septiembre de 2014

¿Cerrar el Fondo de Cultura Económica?

Colegas:

Nos comparte Silvia Senz Bueno el siguiente artículo de Sabina Berman aparecido en Proceso el pasado 21 de septiembre. Y dice: "Interesante artículo sobre la batalla por el dominio del 'Territorio de la Mancha / de la Ñ' y la inoperancia del Fondo de Cultural Económica de México en esa lid. Plantea preguntas que deberían responderse desde México, y que son tal vez extensibles a otros países de Latinoamérica".

Silvia siempre envía materiales interesantes, muchos sobre las batallas por el control económico de nuestra lengua, que se han ido acumulando sin que pueda difudirlo todo. Pero ya iré colgando aquí parte de todos esos textos importantes. Saludos,

Lucrecia



El Fondo, dormido en sus laureles
Sabina Berman

11 de septiembre de 2014
Tomado de: http://www.proceso.com.mx/?p=382692

MÉXICO, D.F. (Proceso).- Leo Zuckerman se preguntó si se justifica la existencia de una editorial subsidiada como es el Fondo de Cultura Económica. “No nos hagamos bolas”, escribió en poesía vernácula. “El Fondo sirve (únicamente) a una élite cultural, académica e intelectual”.

Airadas le llegaron las respuestas de dos de nuestros escritores más aristocráticos. Empleo el término “aristocrático” en el sentido en que lo hacía José Vasconcelos: por virtud de la excelencia, incluidos en una minoría. Jesús Silva Herzog Márquez le llamó liberal salvaje. Jorge Volpi le recordó que la alta cultura siempre ha sido patrocinada y nuestras instituciones culturales subsidiadas cifran la ventaja cultural que tenemos sobre el resto de Latinoamérica.

Y sin embargo, me parece a mí que la pregunta de Leo se sostiene. Sí, ¿por qué el Fondo no ha logrado, en medio siglo, llegar a más lectores? ¿Por qué no llega a los millones de preparatorianos y universitarios del país? ¿De verdad el defecto reside en esos lectores posibles pero no reales, o es en el Fondo?

Que es lo mismo que preguntarse asuntos más particulares. ¿Por qué los últimos 24 años las colecciones de poesía y de dramaturgia del Fondo no han crecido mientras que su cava de vinos sí, hasta ser famosa entre los editores del idioma de la ñ?¿Por qué uno de nuestros mayores antropólogos, cuyo nombre él no me agradecería que tecleara aquí, puede publicar su último libro, de tema mexicano por cierto, en una de las más exigentes editoriales universitarias de Estados Unidos, pero en el Fondo se le pide que espere tres años para su publicación en español?

¿Por qué los primeros años del Fondo fueron los de su expansión territorial, de la multiplicación de sus librerías en el mundo de la ñ, mientras en los últimos 24 años inaugurar una librería en Bogotá y una en la colonia Condesa de la capital se proclama como una hazaña?

Más preguntas concretas. ¿Cómo sucedió que España a finales del siglo XX se adueñó de la difusión y la enseñanza del español en el planeta, a través de su Instituto Cervantes, si era el Fondo el que tenía la ventaja hasta un lustro antes?

¿Y cómo es que ahora, cuando una España en crisis económica debe cerrar sus institutos Cervantes, el Fondo no avanza para ocupar los vacíos? En el mismo sentido, ¿por qué es que ante el encogimiento de las editoriales españolas, el Fondo no lidera la avanzada de nuestras buenas editoriales nacionales?

Es decir, dicho en poesía vernácula, ¿cuándo se durmió el Fondo en sus laureles? ¿Cuándo se acomodó en la seguridad del subsidio y el deleite de su cava de vinos y se olvidó de crecer y de servir a más que a una minoría autosatisfecha?

Leo se pregunta si se justifica la existencia de una editorial subsidiada cuyos libros llegan a muy pocos. Digo que me parece a mí que la pregunta es importante, aunque la respuesta que Leo da es, sí, para citar a Silva Herzog, la de un liberal salvaje. (Perdón, amigo Zuckerman, y con el aprecio intacto a tu afán de sacudir las complacencias de las élites.)

Aun en términos económicos, es una respuesta poco útil. ¿Qué gana México con cerrar el Fondo? Nada, nada y nada. Salvo la diferencia actual entre sus costos y sus ventas, 200 millones de pesos, una partida minúscula en el contexto del presupuesto estatal. ¿Y qué oportunidades gana el país si el Estado decide despertarlo y hacerlo crecer?

Servir a muchos más, coleccionar a nuestros clásicos de las últimas tres décadas, lo que no ha hecho, y expandir nuestro mercado editorial a otras latitudes, ahora que ocurre el encogimiento de las editoriales españolas.

Los espartanos cogían a sus hijos de los talones y los hundían en el río helado. Si no morían de neumonía los dejaban vivir. Si enfermaban, los atravesaban con una espada, para abreviar su agonía. Por eso fueron atenienses y no espartanos Sócrates y Platón. Por eso los espartanos fueron magníficos en el arte del asesinato, la guerra, pero no en las artes de la cooperación y el bien vivir, las bellas artes y la filosofía.
Somos ya espartanos en exceso. Cultivemos nuestras instituciones atenienses.

Pongamos a un lado los laureles marchitos del Fondo y despertémoslo. Para volver a lo vernáculo: esperemos del Fondo otros laureles más verdes.

lunes, 22 de septiembre de 2014

Entrevista con Nicolás Gelormini, traductor de cristal

Queridos colegas:

Nos comparte Pablo Ingberg esta entrevista que le hicieron a Nicolás Gelormini en el Instituto Goethe de Buenos Aires.

Seguramente recuerdan que Gelormini es el "traductor de cristal" invitado por el Instituto Goethe para traducir en vivo este 30 de septiembre en su sede de Buenos Aires, tal como lo hará Claudia Cabrera aquí en la ciudad de México, en un acto destinado a visibilizar a los traductores en su día. Todos los detalles sobre el evento en este enlace. Acudan al evento para conocer y apoyar a su traductor local. Saludos y por allá nos vemos,

Lucrecia


“El traductor escribe sobre una hoja

que de algún modo ya está escrita”

Cecilia Pavón entrevista a Nicolás Gelormini


Mientras traduce a Katja Petrowskaja como residente del colegio de traductores de Straelen, Nicolás Gelormini –uno de los traductores literarios del alemán más prestigiosos de Latinoamérica– contesta algunas preguntas en torno a la traducción, las versiones, los lectores y el tiempo.

Suele decirse que los escritores desarrollan una obra teniendo en vista un lector potencial ¿El traductor también piensa en la recepción de su trabajo?
Sí, por supuesto pensamos en el lector, pero de un modo distinto que los escritores. En principio, nosotros buscamos que la traducción plantee al lector los mismos desafíos que el texto original plantea a sus lectores. Es decir, que allí donde el efecto del texto original es que el lector dude, se detenga y lea dos veces una frase, nuestro lector deba hacer lo mismo. Naturalmente sería absurdo aspirar a una equivalencia total entre esas dos experiencias de lectura. Cuando un autor menciona a Goethe o a Jean Paul despierta en el lector alemán evocaciones que difícilmente se asemejarán a las del lector español, por más culto que sea. Sin embargo, esto no impugna el criterio de que el lector de la traducción, en un plano ideal, no debería tener las cosas ni más fáciles ni más difíciles que el que lee el original.

¿Es posible “modernizar” una obra literaria antigua para acercarla a los lectores contemporáneos?
Claro, en el caso de obras antiguas es inevitable una modernización de la lengua original y, efectivamente, la traducción termina quedando de algún modo más cerca de su lector que el original de los suyos. Muchas de las nuevas traducciones de obras clásicas se justifican, en primera instancia, por esa necesidad de actualizar la lengua de las versiones castellanas. Otra es la lógica de que es la traducción la que envejece y deben adoptarse criterios más actuales. Por otra parte, el proceso que mencioné en primer lugar también puede observarse dentro de un mismo idioma, con las versiones que se modernizan, por ejemplo, El Quijote o, en el caso del alemán, el Simplicius Simplicissimus.

Muchas veces se debe traducir en pocos meses una obra que llevó varios años o décadas escribir. ¿El traductor, en este caso, trabajaría condensando el tiempo?
Sí, y puede hacerlo, por algo que es obvio pero no siempre se recuerda, el hecho de que el traductor escribe sobre una hoja que de algún modo ya está escrita. De todos modos, yo no compararía el tiempo de la escritura con el de la traducción.

¿Por qué?
Porque el tiempo de la escritura está determinado por el texto en cuanto proceso, obra abierta, es el tiempo de la creación, el tiempo del pintor; el tiempo de la traducción está determinado por el texto en cuanto obra acabada, tiene la temporalidad del oficio, del restaurador. Pablo Ingberg, escritor y traductor, dijo alguna vez que “traducir es lo mismo que escribir, pero con lo más difícil ya resuelto”. Nosotros tenemos un original, partimos de una materia lingüística, por así decirlo, ya formada, aunque esté en otro idioma. Un escritor se enfrenta a cuestiones de orden mucho más diversas que un traductor y goza de una libertad, de una indeterminación, que no siempre ofrece su mejor cara y que, afortunadamente, casi siempre el traductor desconoce.

Usted ha traducido obras famosas como el Werther de Goethe, con muchas traducciones, y otras como El aquelarre de Ludwig Tieck, que no había sido traducida hasta ahora al español. ¿Las traducciones ya existentes o la falta de ellas tienen una influencia sobre su trabajo?
Aunque haya versiones españolas anteriores, trato de no consultarlas cuando hago mi primera versión. En ese momento quiero estar solo frente al original y dejar que la traducción surja del roce, de la tensión entre mi castellano y el estilo del autor. Sí consulto, en caso de tenerlas, traducciones al francés o al inglés, que me pueden resolver dudas de contenido sin interferir tanto en el plano del estilo. Con esto no quiero decir que las otras traducciones afectarán la pureza o la originalidad de mi traducción, sino que creo que puedo lograr un resultado más coherente en todos planos cuando estoy yo solo frente al original. Más tarde, si aún tengo dudas sobre tal o cual pasaje, me parece natural consultar cómo han resuelto mis colegas esas dificultades. Pero no siempre las cosas son más fáciles dentro del propio idioma. Cuando trabajé en el Werther, entre otras tenía a la mano una edición española de mediados del siglo XIX, de la que por página desconocía diez o quince palabras, mientras que del original debía consultar en el diccionario sólo una o dos.

Justamente la primera idea que a uno le viene a la mente sobre la traducción de un libro escrito hace varios siglos es el problema del léxico, el vocabulario. Pero ¿qué sucede con la sintaxis? ¿Cómo influye el tiempo transcurrido en la sintaxis de una lengua? ¿Y qué problemas le presenta este aspecto al traductor?
Es una pregunta compleja. Un texto alejado en el tiempo no presenta necesariamente dificultades en el plano sintáctico. En la lengua, los cambios sintácticos se producen con un ritmo mucho más lento que los lexicales o morfológicos. Para la traducción, el desafío que plantea la sintaxis es fundamental: el modo en que las oraciones se conectan unas con otras determina el ritmo del texto, mientras que la organización interna de cada oración permite destacar la información que se quiere transmitir o parte de ella. En el caso específico de la traducción del alemán al castellano, para que una frase quede tan normal o rara como en el original hay que tomar la información y repartirla de un modo enteramente distinto, algo parecido a marcar las cartas, barajar y dar de nuevo.

Nicolás Gelormini nació en 1968 en Buenos Aires, Argentina. Es Licenciado en Letras por la Universidad de Buenos Aires. Desde 1999 se dedica a la traducción de literatura alemana. Entre otros autores, ha traducido a Johann Wolfgang Goethe, Andreas Maier, Thomas Mann, Katja Lange-Müller, E.T.A. Hoffmann. Su última publicación es “El aquelarre” de Ludwig Tieck.

Cecilia Pavón nació en 1973 en Mendoza, Argentina, y vive en Buenos Aires desde 1990. Coordina talleres de escritura y es traductora literaria del alemán y el inglés. Ha publicado “Un hotel con mi nombre” (poesía reunida, 2012), “Once Sur” (2013) “Los sueños no tienen copyright”(2010).


Tomado de: http://www.goethe.de/ins/cl/es/sao/kul/mag/fok/zei/13281786.html

domingo, 21 de septiembre de 2014

Ciberespacio y diversidad lingüística: 23 al 25 de septiembre

Colegas:

Nos comparte Emma Jiménez Llamas la siguiente invitación: del 23 al 25 de septiembre próximos, el lingüista Daniel Prado dará una conferencia y un curso breve sobre ciberespacio y diversidad lingüística, esto en la Unidad de Posgrado de la UNAM.


Las dos actividades se llevarán a cabo en el salón J-304, de la Unidad de Posgrado de Ciudad Universitaria (esto en la ciudad de México). La entrada es libre y gratuita. Si requieren constancia, anótense con Alejandro del Posgrado en Lingüística.

Este tema está vinculado con una nota que apareció hace poco en National Public Radio y que nos compartió Felipe Orensanz: "For Rare Languages, Social Media Provide New Hope", de Lydia Emmanoulidou. Lo pueden consultar en este enlace.

Saludos,

Lucrecia

sábado, 20 de septiembre de 2014

¡Y otro enhorabuena!


Queridos colegas:

Nos comparte Pablo Ingberg la felicidad de que la Fundación Konex le otorgó, junto con otros cuatro colegas, el Diploma al Mérito, que se entrega cada ¡diez años! Es interesante que la fundación Konex considere la traducción como una de sus categorías en el rubro "Letras", junto con cuento, ensayo. etc. En este enlace pueden ver todas las categorías y los premiados en cada una en 2014. Y aquí las palabras de Pablo Ingberg que pintan un panorama de los premios en Argentina.


El martes pasado (16/09/14) se entregaron en Buenos Aires los Premios Konex-Diplomas al Mérito en Letras por el último decenio, que incluyen la Traducción, en lo que constituye el único premio que se da hoy en la Argentina a la traducción de cualquier género (el Premio Teatro del Mundo incluye la traducción teatral) y sólo se da una vez cada diez años. Los cinco premiados en esta ocasión fueron, de izquierda a derecha en la foto: Cristina Piña, Silvio Mattoni, Pablo Ingberg, Miguel Espejo (representado por su hijo) y Teresa Arijón (siguen Andrew Graham-Yooll, miembro del jurado; Noé Jitrik, presidente del jurado, y Luis Ovsejevich, presidente de la Fundación Konex).


Saludos y ¡¡enhorabuena!!,

Lucrecia